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De dónde venimos




¿ Con qué desafíos se encuentra una líder?”, preguntó Inés, una de las asistentes al evento de Mujeres Líderes de PwC. Éramos cuatro mujeres en el panel: María Inés Baqué, del Ministerio de Modernización; Silvina Prekaja, creadora de la consultora de mentoreo Giving Birth, que acompaña a las mujeres a reinsertarse en sus trabajos después de ser mamás; Catalina Hornos, fundadora de Haciendo Caminos, que mejora la calidad de vida de chicos en situación de vulnerabilidad; y yo. Todo moderado por María Laura Santillán. Imagínense, no lo podía creer, ¡era fan de Causa común!, veía este talkshow noventoso todas las tardes cuando volvía del colegio, ni sabía aún que quería ser periodista. Así que estaba como en un sueño. Pero no le avisé a nadie, son esas cosas que metés en tu agenda y te da pudor andar invitando gente, pero mi mamá se enteró y me dijo que quería venir. Estaba en primera fila filmando todo.
Esa pregunta del público solo me trajo una respuesta: “Necesitamos una resiliencia mayor, hay que comerse muchos sapos para sostener un lugar de poder”, le dije. Entonces, en ese momento se me vino una imagen: mi mamá recostada sobre una manta en el cuarto que compartíamos con mis hermanas mientras yo le daba un masaje. Tendría 13 años. Ella, agotada, había dejado la placidez de la docencia –profesión que eligió porque le permitía criar tres hijas y tenía vacaciones largas– y se había metido en una empresa de seguros para reforzar la economía en casa. No le gustaba del todo, pero era buena vendedora. Incluso para su sorpresa. Pero ahí estaba, derrumbada. Tenía una jefa que la acosaba moralmente, una psicópata, de esas que te hacen sentir empoderada y al minuto minan tu autoestima. De esas que causan tanto daño que ya no podés ni decir el nombre porque te agarra taquicardia, así que pasamos a llamarla CdelC. Esas que con cara de buenas te dicen cosas hirientes en el momento en que menos lo esperás. Durante años fantaseé en silencio con el día en que me encontrara con esa mujer en la calle, lo que le diría enfurecida por lastimar durante tanto tiempo a mi mamá. Increíblemente, una tarde por fin sucedió: pero la señora tenía más de 80 años y solo pude sentir compasión.
Recuerdo a mi mamá llorar tantas veces, en la contradicción de escaparse del maltrato o mantener a su familia. Y ella era tan fuerte, tan resiliente. Tardé un tiempo en darme cuenta de que tenía motivos para no ser –¡encima!– la ama de casa y madre perfecta; y esperaba que algún día en la vida no se le quemara el arroz o que estuviera más tiempo con nosotras en vez de que nos recibiera a la tarde Ramona, la chica que nos cuidaba. Sin embargo, lo veo ahora, surcaba un camino que nos encaminó a todas, a mí y a mis dos hermanas (incluso con la cuota correspondiente de sobreexigencia, que hay que seguir regulando). Si me preguntás: “¿quién es tu mujer líder?”, yo te respondo: “mi vieja”. La tenías que ver, cuando arrancó y todavía no tenía su espacio, haciendo llamados desde casa mientras yo jugaba a hacerle ruidos de oficina de fondo. Y después, armar su pequeño imperio con equipo incluido, comisiones, viajes por el mundo. La vi transformarse. Vi su búsqueda espiritual para encontrar el equilibrio y vi cómo debía sobreponerse a su infinita sensibilidad para salir al mundo. La vi endurecerse y la vi quedarse en carne viva. La vi leyendo libros de management y de cómo empoderar mejor a un equipo. Vi lo buena jefa que era y cómo todos la querían. Vi cómo se volvió en la proveedora de nuestra familia, aun a su pesar, pero sin dejar de avanzar.
Ese día que me acompañó al evento, cuando terminó todo, ya en la calle, se largó a llorar. Yo, todavía con la adrenalina, no pude empatizar. Pero ahora me cae la ficha y lloro mientras lo escribo: había tomado conciencia de su resiliencia. Hay que ser tan valiente para vivir: para mantener una familia, para levantarte a pesar de tus rollos a hacerles el desayuno a tus hijas, para ver el lado positivo de las cosas, para disfrutar un helado de sambayón como solo ella lo hace, para vivir a veces ajustados pero felices y livianos, para mantenerte ahí –aunque a veces no sabés cómo– y no huir. Hoy se me viene esta gratitud inmensa. Y quería compartirla. En línea con lo que dispara nuestro título de tapa: “Hacete presente” (pág. 78); para mí, es entender de dónde vengo y todo lo que tengo. •

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