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El fin del barbijo y nuestra nueva sonrisa

En su nueva columna, Jose de Cabo reflexiona sobre el impacto de la pandemia en nuestras sonrisas. "Mi sonrisa cambió. Básicamente creció", dice. Cuenta el impacto que observa en la vida cotidiana.


Sin barbijos, quedaron a la vista nuestras sonrisas, más amplias que antes.

Sin barbijos, quedaron a la vista nuestras sonrisas, más amplias que antes. - Créditos: Getty



Mi sonrisa cambió. Básicamente creció. Ahora, cuando sonrío, mis ojos se achican y se me ven todos los dientes. A veces casi me parece forzada, exagerada. Me puse a pensar por qué pasé de una sonrisa normal a la sonrisa del Guasón y creo -creo- que encontré la respuesta.

En marzo de 2020 la pandemia de COVID nos pegó una patada ninja y nos mandó a todos a meternos en casa. En Argentina, nueve larguísimos meses de DISPO, ASPO y otras cuestiones. Se los cuento por si no se lo acordaban. No está mal de vez en cuando una refrescadita, como para apreciar un poco más lo que sí tenemos.

El barbijo fue nuestro gran compañero en 2020 y 2021. También, parte de 2022. Al principio todos lo odiamos, después nos acostumbramos y al final ya nos costó desprendernos de él.

Las últimas semanas estuve volviendo a ver barbijos en la calle. No sé si hay un rebrote, las personas están asustadas o si ya se acostumbraron a andar embarbijadas y les parece más cómodo.

El tapabocas nos obligó a agudizar los sentidos. Tuvimos que aprender a escuchar a través de ellos, sumado a vidrios o plásticos. Aprendimos a estirar nuestras extremidades para pagar nuestras compras a través de barreras protectoras y a estar más atentos a nuestras pertenencias. Tuvimos que empezar a modular y hablar más fuerte y claro para facilitarles el entendimiento a nuestros interlocutores.

Pero por sobre todo el barbijo nos enseñó a leer las miradas de la gente. Cuando las palabras y los gestos son difíciles de percibir, sólo queda mirar a los ojos que, en definitiva, son lo más importante. Con el cuerpo limitado (en este caso la distancia y a veces también elementos que mediaban para protegernos) y las bocas tapadas, sólo podíamos mirar a los ojos.

La tristeza, la alegría, el disgusto, de repente todas las emociones pasaban sólo por ahí. Los ceños fruncidos se profundizaron, las lágrimas se atascaban en el barbijo, la sorpresa agrandaba los ojos como nunca.

Entonces, claro, sonreír también cambió. Tuvimos que aprender a sonreír para que se notara, para que el que teníamos enfrente se diera cuenta de nuestra sonrisa. Y empezó a pasar (o por lo menos me pasó a mí) que para que esa sonrisa se apreciara, tuvo que crecer. Y lo que había debajo del tapabocas no se veía, pero era una sonrisa estilo Guasón que no nos entraba en la cara y nos achicaba los ojos de tal manera que se sabía que estábamos sonriendo aún con la boca escondida.

Tal vez no sea lo más estético o sentador para nuestras caras. Quizás nos sintamos una caricatura de lo que alguna vez fuimos. Pero si me preguntan a mí (no le preguntó nadie, señora) yo me quedo con la sonrisa Guasón toda la vida. La sonrisa que quiere ser vista a pesar del barbijo y que permanece aún sin él. La sonrisa que dice acá estoy, que le asegura al interlocutor que nos gusta lo que está sucediendo, que disfrutamos de la situación o el momento. La que resiste y quiere ser vista, aún, en medio de una pandemia mundial.

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