Lo primero que debías hacer una vez instalado en tu cabina -lo primero que debías hacer si eras alguien, se entiende- era asegurar tu lugar. Mientras los novatos en esto de la primera clase se enfrascaban en tontas discusiones con el comisario del transatlántico por el tamaño del camarote, o por el ruido, o por la ubicación, o porque no tenían espacio para sus cuarenta baúles, los viajeros experimentados partían luego a lo importante: el comedor. Ahí reservaban lugar en la mesa que ocuparían en cada comida. Un puesto estratégicamente ubicado junto a los amigos de la sociedad, a los potenciales socios, a los prometedores solteros y solteras que podrían presentar a sus hijos. Y enseguida partían a elegir la reposera adecuada en la cubierta de paseo, donde gastarían mañanas y tardes, cubiertos con una delicada frazada, junto a un libro, un cóctel, algún conocido para charlar.
En ambas gestiones, un billete deslizado con elegancia en la mano enguantada del camarero ayudaría a mantener la tarjeta de presentación sujeta con un alfiler en éstos, los sitiales que otros mirarían con franca envidia.
Más tarde, los experimentados viajeros de la primera podrían asomarse a la cubierta reservada y saludar conocidos, mientras la orquesta intentaba acallar el ruido de las maniobras, los gritos de los marineros y el sonido de la multitud que -desde el muelle- despide a la otra multitud, que -desde las clases tercera y cuarta- se despide para migrar al Nuevo Continente.
Finaliza el siglo XIX, comienza el XX, y los enormes barcos que llevan casi medio siglo dominando los mares con sus dimensiones descomunales, con su aura mítica, viven su máximo esplendor.
Sinónimo de glamou r
La historiadora y escritora Catherine Dozel retrató estos años en su libro Transatlánticos de leyenda , una cuidada edición que cuenta cómo era la vida en estas naves, mientras entrega datos insólitos acerca de su evolución.
Un período tan fulgurante, que la palabra transatlántico se convirtió en sinónimo de glamour. También en el nombre genérico para las embarcaciones de pasajeros, aunque sus proas surcaron todos los mares y no sólo el Atlántico. Todo porque esta travesía -de Europa a Nueva York- era la más emblemática.
Cada capitán tenía su propia prueba en estos rumbos: cuando una embarcación demolía un récord y reducía el tiempo de viaje entre los dos continentes recibía la Blue Ribbon, la cinta que atestiguaba su logro (el último récord lo marcó el United States, en 1952, con 3 días, 10 horas y 40 minutos). La osadía por lograr esta condecoración fue tal que pronto muchos pasajeros comenzaron a quejarse por la velocidad de los barcos que, a falta de diseño y tecnología adecuados, a veces crujían y se balanceaban de manera brutal. Se cuenta que el Etrutria, en 1890, rompía 1000 copas y 1500 platos por travesía, y que en la pista de baile ponían cuerdas para que los pasajeros pudieran sostenerse.
Y claro, también preocupaban los accidentes. Las tragedias no eran inusuales. La naviera Collins cayó en quiebra luego de que dos de sus barcos se hundieran, arrastrando uno a la esposa e hijos del propio Mr. Collins.
Para evitar la inquietud entre los pasajeros, incluso para hacerlos olvidar que estaban en el mar y aliviar los efectos del mareo, muchos barcos comenzaron a desarrollar distracciones interiores. Los pioneros fueron los barcos franceses y el crucero La Touraine, uno de los más celebrados: hacia 1891 incorporaba camarotes más espaciosos, sala de fumadores con ambientación japonesa, terminaciones de caoba, chefs famosos y varias otras innovaciones que pronto fueron imitadas por los demás transatlánticos.
Lo otro que tenías que hacer a bordo, si eras alguien, era revisar la lista de pasajeros.
Los camareros deslizaban bajo la puerta, a pocas horas de zarpar, un cuadernillo lujosamente impreso en el propio barco. Ahí figuraban todos los pasajeros de primera y segunda clases. Con algo de precaución, podías evitar a algunos. Y con algo de astucia, podías encontrarte -casualmente- con otros.
Era la sofisticada vida a bordo de estos barcos que tenían, en rigor, una misión mundana: el traslado de correspondencia. La mayoría de estas rutas navales nació como servicio postal. De ahí la importancia de reducir los tiempos de navegación entre un puerto y otro. Un rol esencial que quedaba opacado por el brillo de los salones.