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AUSTRALIA Tiene un extenso collar de playas donde predomina el coral

Es la región de Queensland, en la pronunciada península que parece un dedo índice; allí se da una perfecta mixtura de culturas, climas y bellezas que culmina en uno de los diez mejores parques nacionales: la Gran Barrera de Coral




CAIRNS, Queensland.- Esta ciudad ostenta uno de esos orgullos de resonancias bíblicas en los que ser último aporta algún beneficio: como Ushuaia, como Barrow, Cairns se ha instalado felizmente en su condición de última. Después de ella no hay ninguna otra ciudad hacia el norte de la costa este australiana. "Sólo pueblos", dicen en Cairns.
Es muy temprano (madrugar en esta ciudad pierde todo su pesar). Frente a la ciudad hay una bahía, Trinity Bay, a la que llega el agua del Pacífico y frente a ella un gran parque con sendas por las que algunos caminan y bancos verdes en los que otros descansan. Esos asientos son un hallazgo como punto de observación. Pasa una señora ya pintada, trotando. Pasan dos señoras elegantes, una sola habla. Pasa un hombre fornido con perro ídem. Pasa un adolescente rasta en bici. Hay que usar anteojos negros para mirarlos porque el agua brilla mucho allá atrás, en el fondo. Pasa una pareja de rasgos orientales. En Australia hay una gran inmigración que proviene de Japón, Corea, Vietnam, las Filipinas e Indonesia.
En uno de los extremos de esa rambla está el Pier Market, una especie de shopping con bares satelitales llenos de mesas exteriores desde las que se puede ver el mar. En otro de los extremos continúa la ciudad, que para ese lado se va alejando del centro. En esos barrios es aún más fácil encontrar las Queenslander homes, las primeras casas que se construyeron en Cairns, construcciones que recuerdan que todo esto antes fue un gran pantano.
Son palafitos siempre pintados de colores tímidos, lavados. Uno los mira y sólo puede tener la impresión de que la vida cotidiana es una cuestión simple. Varias cosas atentan contra las Queenslander homes en estos tiempos: los pantanos ya no son razón que las justifique, y el talado de la selva tropical que proporcionaba la madera para construirlas ha pasado a la categoría de pecado capital. ¿Qué habrá que mirar ahora para seguir confiando en la simpleza de la vida cotidiana?
En estos días, las autoridades de Cairns están haciendo otra modificación sobre la naturaleza que de algún modo recuerda aquella fundacional, la del avance sobre los pantanos. Entre el paseo y las aguas de Trinity Bay no hay playa, como podría suponerse. Les llevará dos años, dicen, terminar de ganar terreno al mar y hacer de esa franja áspera actual una gran extensión de arena sobre la que se pueda hacer la más clásica vida de playa.
Por ahora, los que quieren hacerla van hacia las Southern Beaches o las Northern Beaches, aunque éstas últimas son mucho más solicitadas. La serie de playas del Norte empieza a unos 10 kilómetros de Cairns, pero hay que hacer el doble para encontrarse con las más privilegiadas, entre ellas Palm Cove y Trinity Beach.
Son todo lo que se espera de una playa: arena blanca, palmeras, mar turquesa, rambla con barcitos y restaurantes llenos de delicias. En todas hay hosterías de tinte familiar desde las que se ve el mar y también resorts de estilo americano en los que el confort no tiene pudores. Cuando cae la tarde, las playas están llenas de propuestas alternativas: cabalgatas, golf, bicicleta, reservas donde se puede apreciar la fauna local. Más allá aún está Port Douglas, un lugar que es visitado por Bill Clinton y por algunos millonarios árabes, y que a veces tiende a disputarle a Cairns su título de extremo septentrional.

De vuelta en Cairns

Ahora es el mediodía. En una de las avenidas que corren paralelas al mar hay un colegio que parece sacado de Enigma en las rocas colgantes, una de las mejores películas que dio el cine australiano: los mismos ruidos de colegio de mujeres; las voces encapsuladas en un tono que no se sabe si viene del exterior o de la propia memoria escolar, inconcebiblemente perenne; las profesoras de porte marcial que atraviesan la escena; alguna amenaza latente. En la película, las chicas eran de algún colegio del Estado de Victoria, en el sur de Australia, y desaparecían en medio de una historia que maneja como pocas el arte de lo no dicho.
Acá, las chicas están sentadas en ronda en el patio de adelante del colegio. Hay un pasto verde, igual que sus uniformes, y en la puerta de entrada un Cristo de mármol que les tiende sus manos. Están agrupadas en círculos de cuatro o cinco, todas con sombreros de paja para cubrirse del sol. Parecen de 15 y hablan sin parar: tienen todas esas cosas por decirse que con los años se van convirtiendo en sobrentendidos u obviedades. No parece que estuviera terminando el siglo XX, sino el XIX, como en la película.
"Cuando yo era chico venía siempre acá con mis amigos a jugar a las cartas; era el único lugar donde nadie me molestaba", dice el hombre y fija la mirada en las lápidas con un firme sentido de pertenencia. Es el cuidador del Ancestors Cemetery, donde están enterrados los anunciados en el título. Fundamentalmente, casi toda la generación que participó en la construcción del tren que a fines del siglo pasado unía Cairns con los territorios del Norte.
"Desde 1944 ya nadie puede ser enterrado acá" es otra de las frases sueltas que pronuncia mientras sigue desplazándose entre las tumbas, acomoda una verja, retoca algún detalle en las estatuas que abundan. Todo el resto es verde, los árboles, el césped, pero con el sol de las 5 se vuelve un tanto ocre. La lectura de las lápidas va contando una historia entrecortada, la de Cairns.

Vicios & virtudes

En la esquina de Abbot & Shields St., dos de las calles del centro, hay un museo donde también se puede incursionar en la identidad de Cairns; se llama Cairns Regional Gallery y se dedica especialmente a la producción de arte local. En este momento, la principal exposición es Escape Artists ( Los artistas de la huida ) y se refiere a las obras de los modernistas que hicieron del norte australiano una tierra mítica. Además hay documentales, un festival de danza filipina y una exposición de la artesanía indígena que se produce en las islas del estrecho de Torres, que separa Australia de la isla de Nueva Guinea.
A la salida del museo está Perrotta´s, un restaurante curioso: como instalación consiste sólo en una cocina con un mostrador violeta del que van saliendo los platos. Todo el resto del restaurante, en cambio, es evanescente. Sillas y mesas que se arman sobre la vereda y que a la noche desaparecen. Las brochettes son una buena forma de empezar con alguno de los vinos australianos que allí se sirven por vaso y en una variedad apabullante. Suelen llevarlo a uno a esas indecisiones leves, que sólo pueden terminar bien.
Para comer a la noche, en cambio, nada en Cairns supera al Red Ochre Grill, en la esquina de Shield y Sheridan St., un lugar que se ha especializado en crear platos que combinan los sabores más típicos de la Australia profunda con métodos e ingredientes de la nueva cocina. El gusto delicioso de la carne de canguro, que los australianos están poniendo de moda en los últimos años, hace olvidar toda culpa; el de la carne de cocodrilo, todo espanto.
La misma gente que va a comer al Red Ochre Grill no es la que va a tomar un trago previo al bar del Crown Hotel: por eso nada mejor que hacer esa combinación. Las voces pausadas, las fórmulas de cortesía, el diseño colorido que resalta los colores y la inmensidad de la sabana australiana desaparecen acá, en el bar ubicado en la esquina de Grafton y Shields St.
El hotel, que funciona en un primer piso con gran balcón, es el último que queda en su estilo: todas las otras construcciones de estilo colonial han sido convertidas en casas familiares, y los hoteles de Cairns son ahora algo completamente distinto del Crown. El bar tiene una gran barra y mesas de madera donde sólo hay hombres que tienen todos los tics de haber terminado un día de trabajo. Pero nada se parece a una happy hour y nadie tiene trajes y teléfonos celulares, más bien musculosas y brazos tatuados.
Las únicas mujeres del lugar son de Nueva Guinea, y están acodadas en la barra. "Ella era maestra cuando vivía allá", dice el hombre que las acompaña, a la que una ha otorgado ese dudoso rótulo de casi hermano al que son tan afectas las mujeres. A la pregunta impertinente de la interlocutora extranjera contesta: "Y ahora es una borracha". Carcajadas.
La barra tiene una canaleta paralela y ahí todos tiran colillas, servilletas, cajas de cigarrillos. Más allá, cerca de la caja registradora que podría ser una pieza de museo histórico, hay un hombre solo que conversa. Aunque en principio parezca que no se dirige a nadie en particular, con el correr de los minutos se advierte que en realidad habla con el póster de Guinness que está del otro lado del mostrador. El póster es viejo, y consiste sólo en una lata negra sobre un témpano blanco. Tal vez el hombre que le habla también se sienta extrapolado.
En un momento todas las atenciones parciales y diversas se convierten en una sola y concentrada. "Es una tit girl ", dice el hombre-casi-hermano. Título obvio que se aplica a una chica con torso absolutamente desnudo que reparte tickets para una de las tantas rifas que se hacen en el lugar cada día. El premio es una bandeja de carne congelada que el ganador se lleva a su casa. La chica tiene un brazalete plateado en el brazo y una simpatía distante. "Nadie se atrevería jamás a hacerle una propuesta, ni siquiera a intentar tocarla cuando pasa." Mientras se resuelve la rifa, reparte una bandeja con pollo frito gratis para todos los presentes. La mujer que antes era maestra agarra una porción doble con recelo y la guarda en su bolso. Otros esperan el resultado jugando su batalla contra unas máquinas de juego coloridas y ruidosas. Afuera, el ruido continúa: a esta hora las bandadas de loros hacen vuelos rasantes sobre los árboles de Sheridan Street.
María Sonia Cristoff

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