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Canaima, la promesa de días distintos

El Parque Nacional de Venezuela, situado en la Gran Sabana, tiene espacios, ruidos y olores apenas explorados




CANAIMA, Venezuela.- Moreca. En dialecto pemón, quiere decir silencio. Ese tajo en el aire que se llena de sordera. Y que de a poco, sigilosamente, se va poblando de otros sonidos: un pájaro que cambia de rama, un pie contra la hojarasca, una charla entre grillos, el agua besando las rocas.
El Parque Nacional Canaima está habitado por morecas. Por huecos que se van saciando con ruidos, con el olor húmedo de las plantas y el barro. Y el parque también está ocupado por descendientes de la etnia pemón: hombres y mujeres que viven en comunidades y alojan al turismo en campamentos levantados con sus propias manos.
"Lo que más me gusta es que cada día es distinto del anterior: siempre encuentras una planta nueva, un insecto que jamás habías visto -cuenta un guía de tonada calma y profunda como un embalse-. Lo que menos, que muchos extranjeros llegan esperando que los sirva una tribu de indios con taparrabos. Y mira, esto es un indio."
A pocos metros, un personaje de párpados rasgados encastra un walkie-talkie en su mano color miel. Canaima también supo parir sus yuppies: remera del Barça, gorrita Calvin Klein y un parlante que traga palabras en pemón, un lenguaje que en su sistema numérico sólo tiene hasta el número seis, porque cuando se creó no había más de seis elementos para contar.
En un mundo que cuenta de a millones y se obsesiona por volar tan alto, Canaima es una suave palmada de tierra. Para llegar hasta el parque hay que tomar una avioneta que vibra hasta el cansancio y raspa el aire como una lija. Tiene poco más de seis asientos. Y al internarse en la selva proyecta su cruz de sombra sobre una alfombra de verde furioso y espeso. Sobre un broccoli tamaño universal, cortado por venas de agua marrón y tremendos murallones de roca llamados tepuyes.
A un paso del salto
Ellos son ancianos en un paisaje turgente de savia joven. Como en las ciudades, los tepuyes, añosos y grises, parecen olvidados por su entorno. Están allá en lo alto, enormemente antiguos y conmovedoramente aislados. Son fisuras en la roca de más de 3500 millones de años, de cúspide plana y laderas abruptas, que ofrecen en su soledad la mayor sacudida del paisaje: decenas de cascadas colgando de la cima como matas de cabello húmedo.
El salto Angel es la caída más alta del planeta. Su nombre en pemón es Kerepakupai-merú: salto del lugar más profundo, y chorrea su cuello gordo de espuma hasta desplomarlo sobre el mundo. "La selva es cuarzo -asegura Carlos, un guía-. Traten de cargarse, porque es energía positiva". Y hay algo en el agua, que revienta contra sí misma tan impúdica que parece darle la razón.
El salto del Sapo es un ejemplo de esa fuerza en su estado más salvaje y accesible. Una galería de piedra natural tapizada de musgo permite caminar a pocos centímetros del vientre de la cascada. Basta con adentrarse unos pasos para sentir el torbellino de gotas abofeteando el cuerpo, a veces como piedras, otras como besos afelpados. Para aturdirse con el trueno del agua que abraza los oídos hasta sorberles el aire.
El aire y los oídos tienen dos formas de contactarse. Una es la natural, la del viento resbalando noblemente por el cuerpo. Pero hay otra más temida: Kanaima, según la creencia pemona, es un espíritu de venganza. Y cuenta la leyenda que cuando Kanaima sopla al oído es una señal de advertencia: algo malo está por ocurrir.
Pemon indians
Los pemones tienen miedo de Kanaima. Le creen. Y sin embargo, la colonización les trajo nuevos dioses: la mayoría son católicos y unos pocos, protestantes. "Tenemos una capilla y nos casa un miembro de la comunidad", cuenta un lugareño con la cabeza gacha y la voz perdida en algún rincón de la garganta.
En medio de una calma tan muda, es fácil sentirse un intruso. Los turistas también pueden ser un mal necesario. Preguntan en varios idiomas detalles que tal vez lleguen a olvidar para la hora de la cena, pero hay que aprender a contestarles. En español o en la lengua que sea. Muchos anfitriones, incluso, estudiaron las bases del alemán y el inglés con cassettes. "I am Pemon indian. Welcome to my house", saben decir. Y las palabras les abren los labios demasiado injustas. Demasiado ajenas.
La casa es una choza levantada sobre nueve troncos, sin paredes y con techo de hojas. Un turista podría ver allí un descampado. Pero de noche, el mismo espacio que recibió visitas durante el día se transforma en una gran cuna familiar surcada por catorce hamacas de moriche.
La palma de moriche es algo así como el árbol prodigio de la Gran Sabana: las hojas secas se usan para el techo de las casas; las verdes se atan a los tobillos y se deshilachan en cientos de filamentos que luego servirán para construir hamacas; la corteza se utiliza para hacer ropa o zapatos; y cuando el árbol muere, deja en su seno multitudes de gusanos bien gordos. Los gusanos de moriche son un manjar, dicen.
La entrada a las comunidades locales está llena de estas plantas y tantas otras. Los asentamientos suelen estar cerca de la orilla del río Caroní, y el ingreso es una especie de túnel pantanoso escoltado por troncos finos y largos, y techado por las hojas húmedas de árboles que clavan sus talones rectos bajo el agua.
Como en los mejores garajes, hay espacio para estacionar las curiaras: canoas hechas íntegramente con un tronco de laurel tallado. El tiempo de trabajo es tan largo que cuando encuentran uno, las comunidades se mudan y construyen una casa: deberán permanecer allí dos meses, hasta que la curiara esté terminada.
Y después resta salir a navegar por el cauce ancho y trigueño del Caroní, a chocar contra un viento que huele a ese aroma exacto que no es ninguno, pero que guarda en su buche todos los perfumes de la selva. A rodearse por tepuyes que rascan el cielo con las cimas y aíslan a Canaima del resto del mundo.
"Aquí estamos todos en el mismo bote -asegura Carlos-. Botados a 6º del ecuador." Carlos es una síntesis de las dos culturas venezolanas: la sonrisa alumbrada con alambres de ortodoncia, el espíritu caraqueño inyectado en la infancia y el manejo de los códigos locales como si fueran propios.
Carlos juguetea con su palo culebrero como si fuera un paraguas o un bastón de circo. Lo conoce tanto como a la selva, aunque por momentos quisiera olvidarlo. Guardarlo como a los bastones y a los paraguas. "Hay veces en que necesito ponerme un traje y decirte mi amor, vamos al cine, y luego ir a comer y tomarnos un trago. Extraño Caracas, de a ratos. Escuchar Soda Stereo, Génesis, subir el volumen."
En la mayoría de los campamentos, el ruido es imposible.
La paz tiene su contracara en la energía eléctrica racionada: no hay pantalla que encienda ni parlante que sirva.
Cuando llega la noche y la luz se corta, lo único que sigue en marcha es el bicherío local: escorpiones, arañas y alguna culebra, que obligan a sacudir las sábanas antes de acostarse y revisar el interior de los zapatos antes de usarlos. "Pero no se alarmen: los animales se acercan poco, porque en los campamentos hay barullo -tranquiliza Carlos-. Ellos no son los intrusos. Somos nosotros." Existe una forma, sin embargo, de no sentirse tan ajeno. De ahogarse en los ruidos y olores del paisaje. Al atardecer, cuando el verde se va volviendo sombra, el parque parece agrandarse y abrazarlo todo. El silencio, al principio, es una masa de ruidos desprolijos, un griterío de aves que se mezclan como almas de vecindario. Hasta que el caos empieza a desgajarse lentamente: hay pájaros que trinan a un ritmo, otros que entonan chillidos sin compás.
Cada uno con su hilito de música vibrando en medio del bosque, mientras la noche va lamiendo el lomo de los cerros.
Mientras las primeras luciérnagas alumbran la oscuridad cuando ya no hay luz que valga. Cuando el sol ya se fue.
Josefina Licitra

Las delicias del suelo

El suelo de la Gran Sabana, donde se encuentra el Parque Nacional Canaima, tiene apenas 30 centímetros de nutrientes. Debajo hay pura piedra. Sin embargo, esa escasez tiene una contrapartida: lo poco que se cosecha es de excelente calidad.
El 60 por ciento de las plantas es usado para medicina tropical y la alimentación proviene esencialmente de este suelo.
El principal producto es la yuca. Con ella se hace cachire, una bebida levemente ácida, y casabi, un pan muy duro, similar a una gran galleta, que resulta granulado y seco al paladar. Para comerlo se lo moja en agua o cumacha, una salsa dulzona y muy picante. Estos alimentos se pueden probar en las visitas a comunidades locales.
En los campamentos, en cambio, se suele ofrecer platos internacionales alternados con comidas típicas venezolanas, como el plátano asado, las arepas (croquetas hechas con harina de maíz) o el pescado frito. Para el postre, tanto la piña como la banana (llamada cambur) son muy dulces.
Quienes vayan a Canaima mediante un plan que no incluya la comida podrán desayunar por us$ 7 y almorzar y cenar por 10 dólares.

Datos útiles

Cómo llegar

Para llegar hasta el Parque Nacional Canaima, Aerotuy tiene vuelos desde Porlamar (isla Margarita) o Caracas por US$ 90. Informes en Buenos Aires: Córdoba 807, 1º B. Telefax: 313-5916/314-0740.
Aeroperú ofrece pasajes Buenos Aires-Caracas por US$ 600 (en chárter) o 750 (si es vuelo de línea).
Otra alternativa para llegar a Canaima consiste en tomar un avión desde Ciudad Bolívar, que cuesta 25 dólares. No es necesario pagar la vuelta, ya que se la arregla el mismo día de la partida.

Dónde dormir

En Canaima hay desde un hotel 3 estrellas hasta campamentos con baño común donde se duerme en hamaca. También se puede acampar en zonas reservadas especialmente para eso (en dicho caso hay que pedir permiso al guardaparque).
Una habitación sin comida cuesta US$ 20 por persona. Una posada con desayuno, cena y baño compartido se consigue desde 35 dólares.
Una experiencia recomendable es dormir en los campamentos locales. Están construidos en concordancia con el paisaje, pero tienen facilidades como baño privado y restaurante. La empresa VEN Turismo trabaja con los campamentos Arekuna y Kavac. En Arekuna, 3 días y 2 noches, incluyendo los traslados aéreos desde Caracas o Porlamar, todas las comidas y varias excursiones, cuesta US$ 470. Informes en Buenos Aires: Córdoba 807, 1º B. Telefax: 313-5916/314-0740.

Qué llevar

Los guías de turismo recomiendan una lista de imprescindibles: protector solar, shorts y remera, malla, gorra o sombrero, dos pares de zapatillas (muchas veces hay que zambullir los pies en charcos ineludibles), bolsas de plástico para proteger cámaras, ropa más abrigada para la noche y repelente contra mosquitos (que pocas veces es necesario).

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