Recreo escenitas pasadas. Nos veo tirados en mi sillón blanco, las velas que se sacuden apenas con el viento que entra por la ventana, Leonard Cohen sonando en el fondo y Álvaro dándome unos besos que no se pueden creer. Pienso que no hay daño posible en llamar. Maru dice que es imposible que vos flashees en colores con un tipo y que a él no le pase lo mismo; que “esas cosas son mutuas, que no te estás comiendo ninguna película, nena”. Y yo, que cuando me conviene soy más crédula que Caperucita pienso que es sólo un llamadito, que de repente estuvo a mil en el trabajo, que se está haciendo el duro y si lo llamo lo desbloqueo, que después de todo ¿dónde está escrito que las minas no podemos llamar? Me doy manija. Llamar es una declaración de principios. Defiendo a mi género; me veo de pie quemando corpiños de Victoria Secret (bueno, no tanto pero casi). En este ímpetu de autoengaño, bloqueo mi ID con *31# y marco. Suena. Suena y después ese ruidito a que alguien levantó del otro lado; una milésima de segundo y la adrenalina en valores impensables me acelera el pulso. Descompuesta.
-Hola, hooola…
-Hola nene, ¿qué hacés?-sueno lo más cool que una mujer independiente, mona, a meses de cumplir 30, sin botox, exitosa, inteligente y con onda puede sonar.
-Hola, hooooooola-corta.
Es sabido que en este país las telefónicas fallan seguido, los celulares traicionan y los equipos a veces no tienen señal. Vuelvo a marcar. Misma escena. Una vez más y listo, me digo. Al tercer intento ni contesta. Dejo un mensaje patético. Mi voz tiene un rictus. ¿Cantidades industriales de carbohidratos o un mail final como para cerrar? Opto por el mail. Una grande de muzarella hubiese sido más saludable.