"¿Hay alguien a quien no le guste que le toquen el pelo?" me digo, luego de que China me pregunte si a mí, personalmente, me gusta que me lo hagan. "A mamá sí le gusta que le toquen el pelo", continúa ella, "a Ámbar, a Nadia y a Mía no. Pero a mamá sí."
Me río por dentro mientras empiezo a imaginarme este relato. Estoy recostada entre una hija y otra, China no deja de mimarme la cabellera (todavía crecida) y me duermo, me quedo dormida.
"Le gusta a mamá que le toque el pelo", repite ella, como si estuviera explicándoselo a un tercero. La escucho y por un momento me siento responsable de esa manía tan suya, eso de andar toqueteando cabezas ajenas. Se reirían mucho si la vieran. Casi no habla en la sala, pero eso sí, de golpe estira el brazo y sin importarle quién sea la nena, empieza a acariciarle el pelo con mucha confianza. Y lógico, las reacciones de sus compañeras no siempre son las deseadas. Generalmente la miran con cara de ¡¿qué estás haciendo?! y se alejan o le quitan la mano.
"No, a Ámbar no le gusta que le toquen el pelo", me cuenta casi todas las tardes. "A Mía tampoco, sí a Silvana." Silvana era la segundo seño, y digo "era" -no sin tristeza- porque terminó la práctica que estaba haciendo y el viernes se despidió oficialmente de la clase.
"¡¿A quién va a tocarle ahora China la cabeza?!", pienso.
Si yo pudiera, me quedaría todo el santo recostada en el sofá, o en el piso y que China se entretenga. Que me peine, que intente ponerme hebillitas, que me pinte el pelo o que sólo haga círculos con los dedos, como suele hacerlo. Todo el santo día ahí recostada, ronroneando como un gato, recuperándome de todo el agite que vengo viviendo esta semana y la pasada y que alguien, algún otro adulto, se haga cargo de todas mis obligaciones mundanas.
¿A vos te gusta que te toquen la cabeza? ¿Cómo vivís ese momento? ¿Te gusta acariciar cabellos ajenos?
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