Newsletter
Newsletter
 • HISTORICO

Como una vecina más en la medina de Marrakech




Vivir en una medina fue la forma más cercana de no sentirme turista en Marruecos.
Las medinas son las ciudades antiguas de Marruecos. Cada una tiene un color diferente: la de Marrakech es rosa, la de Tánger es blanca, la de Fez amarilla, pero tienen en común sus extensas murallas que las contienen y su comunicación con la ciudad nueva con grandes puertas.
Llegamos a la tardecita en taxi a la medina de Marrakech. En una de sus puertas nos esperaba un adolescente con un carro que subió nuestras maletas y partió corriendo hacia el Riad, eso supuse porque hablaba solamente árabe.
Corrimos detrás de él, sin saber qué nos iba a esperar cuando lleguemos. No sé cuánto recorrimos porque cuadras no hay. Entramos por calles ensortijadas que se iban afinando como las ramas de un árbol. A los costados pasaban motos, burros y mulas con carros, bicicletas y caminantes. Rápidamente me di cuenta de que había que caminar manteniendo la mano derecha para no ser atropellada por un motociclista.
Por fin llegamos al Riad, toqué timbre y se abrió un mundo diferente, un oasis, fue como abrir un libro de cuentos infantiles. Un Riad es un hotel de pocas habitaciones que fue construido en una casa de familias ricas de la medina, que ya no viven en ella, porque han construido sus casas fuera de la ciudad amurallada. Todos tienen un jardín o patio central con piscina, lo rodean las áreas comunes y balconean sobre él las habitaciones en un ambiente de paz y silencio increíble.
Dejamos el equipaje y nos fuimos a Djemma Fna, la gran plaza de Marrakech, Patrimonio de la Humanidad. Eran unos 600 metros caminando. Nuestros ojos no dejaban un momento de mirar todo: encantadores de serpientes, vendedores de caracoles humeantes, hombres con monos, niños boxeadores, mujeres tatuadoras y puestos de comida. Allí comimos, en la calle, sentados en bancos con largas mesas cubiertas de papel, con el humo de los tajines y el viento del desierto que volaba los techos blancos de tela, y con la música de un vendedor de CD que ofrecía su mercadería en un carrito de lata con dos ruedas.
Los días siguientes descubrí nuestro barrio. Ya me saludaban, me conocían y caminaba por la medina segura disfrutando de sus calles y su gente. Al volver me encontré con un grupo de niños vecinos jugando al fútbol que me gritaron: ¡No foto! ¡No foto! Porque en Marruecos las fotos se pagan o se roban.
A la tarde me perdí en los zocos, que son sus mercados, a regatear y a charlar con su gente que se peleaba por si era mejor Messi o Maradona, mientras trataban de venderme alfombras, especias, canastos, babuchas y aromas, y todas las tardecitas caminamos hasta la plaza a disfrutar de los artistas, los bares y las terrazas, viendo cómo el paisaje urbano se iba transformando cuando entraba la noche en millares de bombitas que iluminaban la vida de Djemma.
A lo largo del viaje por Marruecos conocí muchas ciudades y otras medinas, pero nada fue igual a sentirme una vecina y no una turista en ese mundo musulmán de la medina de Marrakech.
Mónica Medán

¡Compartilo!

SEGUIR LEYENDO

¿Mal tiempo en la Costa?  Esto podés hacer si visitás Mar del Plata


 RSS

NOSOTROS

DESCUBRÍ

Términos y Condiciones


¿Cómo anunciar?


Preguntas frecuentes

Copyright 2022 SA LA NACION


Todos los derechos reservados.