Me dedico a viajar como pasatiempo preferido. Me gusta viajar en todas sus formas, sea con el cuerpo o con el alma. A veces, viajes de lo más intensos han ocurrido sin mover un pie. Otras, los paisajes humanos me han llevado por aventuras asombrosas. Pero en esta ocasión quiero referirme a algo más tangible, como de hecho resulta comprar un pasaje de avión y aterrizar en otro lado.
Me gustaría compartir con los señores lectores algo de mi estancia en Costa Rica, que fuera del sentido idílico que se le atribuyó en su momento, fue un verdadero desafío. Casi siempre hago las cosas a fondo. Así que, también esta vez, desarmé mi casa de una década y media, regalé, guardé, y metí en baúles y valijas lo que consideré apropiado llevar.
Llegué a Costa Rica en julio, y subí la montaña en medio de lluvias torrenciales que parecían arrasar con todos mis intentos de preservar algo de la vida pasada. Al llegar y desempaca me di cuenta de mi inútil empeño; colchas, sábanas, almohadas y juguetes me habían costado más por exceso de equipaje de lo que hubiera pagado comprándolas nuevas. ¿Pero al menos mis hijos no sentirían tanto desarraigo?
Los primeros meses de lluvias intermitentes y cumplir mis entonces 40 años me situaron ante la ineludible pregunta: ¿Qué cuernos hago acá? Sin embargo, como soy tesonera, no di el brazo a torcer. Inventé un destino. Me dediqué a escribir y a leer, y a criar hijos en medio de la animalada conjunta, que Dios sabe en Costa Rica, es más que abundante.
Bichos de los más estrafalarios se presentaron ante mí, casi todos los días uno diferente. Desde una suerte de polilla peludita toda blanca como un pompón, bichos verdes, azules, amarillos y violeta metalizados hasta tarántulas e invasiones de hormigas que se trasladan de a millones como un enorme gusano negro, que después aprendí es poco sabio intentar exterminar -cosa que intenté al borde del colapso, imagínense, el living y las camas negras con hormigas- ya que funcionan como aspiradora de otros bichos y luego abandonan el hogar dejándolo limpio.
Una vez instalada en el cafetal, al pie del volcán Irazú, me hice de gallinas, la estirpe de los gallos Isidoro, conejos, gatos, perros, y un caballo, al que nombré Odin, para cabalgar por el Valhalla. En mi teutona ingenuidad, salía a cabalgar con mi caballo y cuatro perros gigantes a los que llamaba al orden con gritos de guerra, mientras la gente de Santa Cecilia, el pueblo más cercano, escondía todo lo que encontraba, perros, hijos, hasta sillas, en sus casas viéndome pasar como Atila el Huno, un coloso conquistador al que sólo es posible temer.
Al observar el efecto de mis excursiones, opté por salir sólo con Odín y dejar los perros encerrados. Recuerdo con especial devoción los paseos por la montaña con mis hijos, la curva del viento, una línea de cipreses gigantes en los que el viento daba la vuelta con furia, las lianas del arroyo en las que jugábamos a Tarzán, el árbol de la vida, un hermoso árbol solitario lleno de flores en medio de una ladera bajo el cual nos sentábamos a meditar y los hermosísimos cielos con las nubes que entraban al valle por el Pacífico o el Atlántico, según las épocas.
Pero no todo era bucólico. Además del trabajo artístico compartido con mi entonces pareja y padre de mis hijos, Diego Linares, pintor maravilloso que se ha quedado subyugado por el trópico y el trópico también ha quedado subyugado por él y sobre todo por su pintura, la soledad de la montaña y sus rigores más de una vez me dieron ganas de rajar, hablando bien y pronto, patitas en mano lo más lejos posible.
Aún así resistí, terminé mi labor y mi propósito, que se materializó en una especie de novela, y no digo novela porque no quiero alterar el género, que espero tener la suerte de publicar algún día. Sería otro sueño hecho realidad.
La autora es actriz. Actualmente presenta Kabaret líquido (de su autoría), en el Maipo Club, Esmeralda 443, 2º piso; los jueves y viernes y sábados. Entrada, desde 35 pesos, en venta en la boletería o a través del 5236-3000.
Por Katja Alemann
Para LA NACION
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