
Edimburgo, la ciudad donde nada es lo que parece
Hombres con falda kilt, pasadizos oscuros que resultan buenos atajos, una iglesia devenida feria de artesanías, un banco que funciona como restaurante, entre otras curiosidades de esta capital
17 de mayo de 2015

Dicen que no hay que dejarse guiar por las apariencias y parece que en Edimburgo es necesario obedecer este mandato popular. Desde la salida de la estación de trenes Waverly, por Market Street, el mapa indica una vuelta en subida por la calle Cockburn para llegar a Royal Mile, el paseo más importante del barrio antiguo. Dejo el mapa, miro la calle y un pasillo, entre un edificio tapeado y un bar, me intriga a seguirlo. Hay varios en la cuadra; éste tiene un cartel que dice Craig's close. Es angosto, oscuro, parece no tener salida y en el mapa no figura. Elegir entre dos caminos me hace sentir Caperucita Roja por un momento. Subo el primer escalón y sigo.
Casi al final de la escalera se ve luz, gente que va y viene. El sonido de las gaitas se cuela por ese espacio ajustado y entusiasma haber encontrado un atajo. Aunque en este caso fue con suerte, porque luego veo los 76 pasadizos de la Royal Mile -en un mapa detallado- y sólo 23 tienen salida. Éste terminó en el final de Cockburn Street, a pocos metros del camino que une al castillo de Edimburgo con el palacio Holyrood, la residencia oficial de Elizabeth II, reina de Gran Bretaña.
Los reinos de Escocia e Inglaterra se unieron en 1603, cuando Elizabeth I murió sin dejar descendencia. La corona pasó a manos de su primo James VI de Escocia, pero los parlamentos se mantuvieron independientes. En 1707, con la firma del Acta de Unión se estableció un gobierno único de Gran Bretaña en el Palacio de Westminster. A pesar de los años y los intentos separatistas, en 2014 el último referéndum por la independencia de Escocia confirmó -con mayoría del 55%- que el reino se mantiene unido. Todo sigue igual. La moneda de cambio es la libra y los automovilistas -con volante a la derecha- conducen por el carril izquierdo.
Kilómetros reales
El movimiento constante de gente que entra y sale de una iglesia, en la Royal Mile, llama la atención. En la puerta hay un cartel con la inscripción: The Tron Church, y varios afiches pegados en la pared anuncian conciertos. Lo que por fuera es una capilla gótica del siglo XVII, por dentro es un templo que dejó de funcionar en 1952 y se convirtió en una feria artesanal, con bar incluido y un ambiente relajado.
Tres cabinas de teléfono rojas y algunos pasos la separan de la iglesia de Saint Giles. Considerada catedral desde el nombramiento del primer obispo de la diócesis de Edimburgo, en 1635, es fácil reconocerla por la particular torre gótica en forma de corona. La entrada es gratuita, pero para sacar fotos adentro hay que pagar un permiso de 2 libras.
Al costado de la entrada a Saint Giles, sobre los adoquines y formado por distintas tonalidades de piedra, el corazón de Midlothian se mimetiza con el piso. Cualquiera podría pensar que hay que pisarlo para volver a la capital escocesa o girar en el centro para pedir un deseo, pero no. Hay quienes lo pisan sin mirar, otros que lo esquivan con un salto y pocos que con una puntería -fuera de lo común- escupen al centro. Estos últimos saben lo que se dice: pisar el corazón trae mala suerte, porque en ese punto -de una prisión demolida en 1817- se ejecutaba a los condenados.
Lo bueno, para un estudiante que pise el corazón, es que el antídoto está cerca. La estatua del filósofo escocés David Hume, con su pie descalzo y su dedo pulgar reluciente, se ubica a pocos metros de la catedral y de la imagen que homenajea a su coterráneo Adam Smith, padre de la economía. Dicen que quien toca el dedo de Hume tendrá suerte en los exámenes, pero nadie asegura que Smith atraiga dinero.
Lo que sigue, hacia al castillo, es una serie de personajes variados. Un Señor Yoda que levita; el caricaturista que dibuja en 10 minutos y por 10 libras a quien se siente en su silla, y una dama ensangrentada que, mientras trata de atrapar curiosos, promociona un paseo de terror por Mary King's Close, el único que figura en los mapas, con costo de entrada e historias de fantasmas.
Edimburgo capta todos los sentidos. El sabor del whisky, la suavidad del cashmere, las gaitas que suenan junto a las gaviotas, entre el gris piedra que predomina en las construcciones, y el aroma a mar e historia. De pronto, una pareja de recién casados irrumpe la Royal Mile y posa con la imagen del castillo de fondo. El novio con la típica pollera escocesa, o kilt, y la novia con vestido blanco causan revuelo entre un grupo de japoneses. La gente sale de los negocios que venden bufandas para sacarles una foto con el celular. Mientras las tiendas de recuerdos, con una variedad de colorido escocés, rodean la escena. Esas combinaciones de colores se llaman tartán, un símbolo de estatus y de la cultura local. Cada uno corresponde a un clan, aunque oficialmente no se sabe cuándo comenzó a usarse, la idea de que las familias tuvieran su propio estampado surgió en el siglo XVIII.
En el extremo opuesto al castillo que, sobre una colina volcánica funcionó como fortaleza, hogar de reyes y cuartel general del ejército, está el parque Holyrood. Aquí vale la ecuación: a mayor esfuerzo, mejor vista. Con subidas y bajadas, el punto más alto llega a 251 metros y se conoce como la silla de Arturo.
Sin pretensiones de alcanzar la cima, tomo el camino por Salisbury Crags, con una altura y vértigo suficiente. Desde arriba, la ciudad parece una maqueta y se ve igual al mapa que llevo en el bolsillo. El Palacio Real, enfrente el edificio del Parlamento, una estructura metálica que brilla es Our Dinamic Earth, un centro de exposiciones dedicado a la ciencia. Con el cielo despejado hay buena visibilidad para ver dónde termina la ciudad y comienza el mar.
Por las diferentes inclinaciones de los senderos, el parque es para todas las edades. Pasean familias, padres que empujan cochecitos de bebe, una pareja de deportistas que va hacia la parte más empinada, hasta un grupo de jóvenes que tocan la guitarra acostados en el pasto con los pies colgados hacia un precipicio.
Bobby, Harry, Dolly
En George IV Bridge Street hay una concentración de turistas. El día de primavera es ideal para dar una vuelta por esta zona que reúne tres historias: la de Greyfriars Bobby, la de Harry Potter y Dolly, la oveja clonada.
La estatua del perro Bobby queda justo en una esquina, a pocos metros del cementerio Greyfriars. La gente pasa y le toca el hocico, reluciente. El monumento con la figura del Skye Terrier tiene bebedero para personas, uno más bajo para perros, y está rodeado de curiosos. Entre la multitud se acerca Wallace, un escocés muy amable que, como quien opina, cuenta el ejemplo de lealtad de este perro de raza escocesa con su dueño. Según Wallace, Bobby era la mascota de John Gray, un policía que trabajaba como vigilancia cerca de Greyfriars. Un día John, al salir del trabajo, cayó muerto. Se cree que padecía tuberculosis. Desde 1858 y por 14 años, Bobby no se alejó de la tumba de su amo, en ese mismo cementerio. Un amor que la muerte no pudo separar y que inspiró a la película -producida por Walt Disney- Greyfriars Bobby.
La segunda historia se comenzó a escribir en The Elephant House. Con paredes rojas y letras amarillas, por fuera parece un restaurante chino, pero no lo es. Una foto en la vidriera es el anzuelo para que la gente entre por una taza de té y conozca el lugar donde nació Harry Potter. Entre las mesas hay una vitrina con una copia de la primera edición de La Piedra Filosofal, y las ventanas del fondo tienen vista al cementerio y al George Heriot's school, que inspiró a la escuela de magos Hogwarts. Una lasaña recalentada en microondas es el precio por sentarme en la mesa donde, según las fotos que adornan el local, J. K. Rowling comenzó su gran obra.
El tercer personaje de la zona es la oveja Dolly, una celebridad en el mundo científico por haber sido el primer mamífero clonado de una célula adulta. Fue creada en el instituto Roslin en 1996 y sacrificada en 2003, porque sufría artritis y un tumor pulmonar. El cuerpo disecado de Dolly se expuso en el Museo Nacional de Escocia, que tiene entrada gratuita y queda frente al cementerio de Greyfriars, aunque ahora la sala está cerrada por reparaciones hasta 2016.
La ciudad y las letras
La estación central de trenes y el puente que la cruza se llaman Waverly, como la novela de sir Walter Scott. Fragmentos de poesía decoran los maceteros del paseo peatonal Rose Street. En Picardy Place, una estatua de Sherlock Holmes apunta hacia el lugar donde nació su creador, Arthur Conan Doyle, una residencia que hoy no existe. Distinta suerte tuvo la casa del escritor Robert Stevenson, de estilo gregoriano construida entre 1802 y 1806, que todavía se conserva en 17 Heriot Row.
Sin embargo, el monumento más destacado de la ciudad es el dedicado a Walter Scott, en Princes Street Garden. La estructura tiene 61 metros, una punta gótica decorada con los personajes de sus historias, y una estatua del autor en mármol blanco. Inaugurada en 1846, se puede visitar de 10 a 19 y la entrada cuesta 4 libras. Adentro hay una exposición sobre la vida de Scott y 287 escalones para ver la ciudad desde lo alto.
En un país donde los hombres usan pollera hay que pensar que no todo es lo que parece. Por ejemplo, que la gente entre a tomar algo en un banco. Este es el caso del antiguo Union Bank of Scotland, un edificio neoclásico construido entre 1874 y 1878, cerca del monumento a Scott, en 62 George Street.
En donde funcionaba el sector de ventanillas está la barra. Uno puede sentarse ahí, acomodarse en una mesa del despacho del director o en la sala de la caja fuerte. El pedido se hace en la barra, se paga y lo sirven en la mesa. Cada día de la semana el menú varía entre especialidades con pollo, carne vacuna o, por ejemplo, el viernes a base de pescado. En cuanto a los precios, los menús rondan las 7 libras. También se puede pedir haggis -por 6,8 libras-, el plato nacional de Escocia, que es como una morcilla hecha de carne, avena y especias. Estrictos con la ley, en este restaurante no se puede permanecer con menores de edad después de las 20. Quien viaje con niños deberá cenar temprano.
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