Desde muy chica había tenido la ilusión del viaje que pude concretar en octubre. El Cairo se siente tan pronto como uno pone un pie fuera del aeropuerto. El calor es abrasador, la gente -aunque algo pegajosa-, muy amable y atenta, y el tránsito... un caos. Ni siquiera existen sendas peatonales. Llamó mucho mi atención la humildad con la que viven los egipcios: la mayoría de las construcciones está a medio terminar por falta de recursos.
Además de la belleza de las pirámides que se alzan como fieles testigos de la historia humana y el aroma a especias del bazar donde aprendí el arte del regateo, Egipto es su gente. ¡Tres musulmanes hasta me propusieron matrimonio! También me ocurrió que había pactado un precio antes de subirme a un paseo en camello y al bajar querían cuadruplicarme la suma. Yo salí corriendo.
Fui afortunada. Me contaron de un hombre al que lo llevaron por el desierto y luego le exigieron más dinero para regresarlo. ¡Todo un secuestro exprés en camello!