

Globalización y todo a favor, el hombre ha sido un eterno vagabundo desde tiempos inmemoriales. Pero nunca tanto como ahora. De seguir así, las enciclopedias del futuro podrían llegar a incluir un nuevo integrante en la familia homínidos del género de los primates. Así, después del Australopithecus, el Homo habilis, el Homo erectus y el Homo sapiens, en el futuro, el Homo turisticus podría llegar a formar parte de la cadena evolutiva.
El hombre es un incansable viajero que recorre el mundo en busca de vaya a saber qué. La gran pregunta es cuándo empezó a viajar por el simple placer de hacerlo. Quizás empiece mucho más allá de los egipcios, pese a que los historiadores señalen a éstos como los inventores de la valija (que por aquel entonces poco tenía de ágil y práctica).
Sin contar a Herodoto o Marco Polo. O más cerca del aquí y ahora, obviando a Ulrich Schmidl, Bruce Chatwin, Charles Darwin, Richard Burton o Antoine Saint-Exupéry en su derrotero por la Argentina, parecería que el tipo del Homo turisticus fuera el fruto de una cultura de placeres. Con sus bemoles, claro. Porque hasta hace unos pocos años el turismo de aventura en el mundo no era algo tan sencillo. No sólo por las dificultades del transporte o el alojamiento. Ni qué hablar de los pormenores tecnológicos. Para muestra, basta apenas un detalle mecánico de aquellos viajantes del 1800: no tenían las navajas multiuso que hoy forman parte del Abecé de cualquier turista compenetrado en el rol de aventurero. Y como tampoco había centros de abastecimiento a distancias estratégicamente estudiadas, se las ingeniaban para emprender sus travesías con latas de conserva, aparecidas en la Inglaterra de 1810. La curiosidad roza el absurdo con un detalle: llevaban latas, sí, pero todavía no se había inventado el abrelatas. Así, a fuerza de balas y martillo, pasó más de medio siglo hasta que el abrelatas les facilitó la tarea.
Aparece un nuevo homínido
Ahora, con la sofisticación de los aeropuertos a un salto de pulga, modernísimos Jumbos, videofilmadoras de bolsillo y cámaras de fotos digitales, el turista ha pasado a ser una especie cada vez más perfeccionada. Y tipificada. Sin exagerar, ni caer en barbarismos, el Homo turisticus tiene un subgénero, el Homo fotographus . Eso sí, su existencia tiene sentido gracias al inseparable aparato que cuelga sobre su abdomen, generalmente acompañado por zooms y teleobjetivos de todas las formas y tamaños. Esas extrañas prolongaciones de la memoria son capaces de ejercer gran poder sobre los amigos.
Ellos soportarán horas, foto tras foto, las variantes postales de sus amigos afortunados, que nunca revelarán qué tan caro fue el costo de esa sonrisa, además de la propina al beduino de turno para que oficiara de modelo, o inmortalizara al foráneo sobre el camello apolillado y hastiado de flashes para las eternidades de tanto turista internacional.
El Turisticus simplex es muy diferente. Es que la cámara no le marca el paso, sino que es él quien maneja la cámara. Es un personaje que se desplaza individualmente sobre el terreno. Decide su destino, y sale rumbo a él. Nunca usa hawaiana, ni shorts de alegres colores, tan sólo mapas, cortaplumas (suizo, claro), y, por caso, también brújula. Lleva cámara, pero por puro gusto, no por rabiosa necesidad. Y hasta es capaz de mimetizarse con el terreno y cumplir con el viejo mandato: en Roma, como los romanos. Lo mismo en Borneo, el Mato Grosso y Humahuaca. En el desgraciado caso de un encuentro fortuito con el Homo turisticus , no duda en huir en dirección contraria.
El auténtico Homo turisticus se desplaza en grupos extremadamente organizados. Con guías profesionales, con máster en cronómetros y planificación. "Esta es la mejor panorámica, preparen sus cámaras", sugieren en imperativo. Aunque a veces dejan tiempo libre: "Tienen 20 minutos para comprar sus recuerdos de viaje en este local", mientras el ómnibus con chofer bilingüe y manejo del micrófono espera en la puerta. El cordial saludo o guiño de ojo con el dueño del local es optativo. Por necesidad, el t uristicus se entusiasma con tentadores paquetes que ofrecen Europa en sólo 4 días. Organizados de forma práctica, el viajero aterriza por la mañana en París, almuerza en Brujas y disfruta de un recorrido por la Roma nocturna.
En los tiempos en que la crisis le pone límites al pasaporte, es mejor Cabo Polonio que Punta del Este. Entonces, lo precario puede ser el lugar más snob del planeta.
Lejos de consultar guías, bibliotecas y empaparse de información, el t uristicus viaja para constatar lo que sus amigos le han contado. Para mostrar sus fotos más exóticas como trofeo de guerra. Y el trofeo tiene su precio: cámara en mano, se transforma en super hombre. Tiene el coraje de cometer cualquier locura: puede fotografiar señoritas ligeras de ropa en las vitrinas del barrio rojo de Holanda, o acercarse al león dormido en Africa, ¡ésa es una foto para la posteridad!
Claro que nunca falta el t uristicus fracasado, que rompió el chanchito rumbo a la aventura, pero volvió a casa con más de media película virgen todavía en la cámara. Y los cuentos ante amigos se le van en recuerdos y palabras: las pruebas del viaje se apolillarán dentro de la cámara, y el encuentro con los amigos ya no será el encuentro del viaje.
Carolina Robbiano
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