Por Encarnación Ezcurra
La organización de las vacaciones familiares parte de un terrible malentendido: que los padres saben lo que quieren los hijos.
"Hagamos algo que les guste a los chicos", se inmolan los adultos desechando una salida bucólica al Four Seasons de Carmelo o la fuga tan deseada a la Praga de Milan Kundera. Entonces rompen el chanchito y estudian posibilidades mucho menos excitantes que respondan en mayor o menor medida a ciertos criterios, todos falaces.
Por los chicos, procurarán dosis significativas de:
- Naturaleza: ríos, praderas interminables, mar, montañas nevadas, estrellas, un lago turquesa rodeado de pehuenes; la fauna local, que nos trata con familiaridad, sin enterarse de que venimos de otro planeta, el asfalto. Explotan nuestros sentidos y se nos corta el aliento, dejándonos en estado hipnótico. A los adultos, claro. "¡Mirá, nene, mirá esto!", decimos extasiados. "¿Qué miro? Si no hay nada…", se desconciertan.
- Educación: si el tiempo de esparcimiento está unido al aprendizaje, mejor. Se harán más sabios sin darse cuenta, pensamos. Pero a pesar del esmero que se le ponga, enseguida detectan la píldora instructiva edulcorada con un buen envoltorio de diversión. Para comprobarlo, sólo hay que visitar el mismo día Magic Kingdom y Epcot, dos parques de Disney. El segundo, dedicado a las ciencias, parece desierto comparado con el primero, que recrea las famosas películas de dibujos animados.
- Intercambio cultural: conocer gente distinta, probar comidas con ingredientes nunca vistos, alojarse en un lugar autóctono aun prescindiendo de comodidades, quién podría negarse. Cuando el segundo día, los menores lloriquean porque extrañan a sus amigos, piden una hamburguesa y, de repente, la nostalgia de su propia cama se torna insoportable empezamos a pensar si la curiosidad infantil no ha sido tradicionalmente sobrestimada.
- Trayecto como parte del descanso: es inútil darse falsas esperanzas. 2500 kilómetros de ruta mirando el paisaje puede resultar relajante para los grandes, pero a los chicos los saca de quicio. Así como tres escalas en diferentes aeropuertos son un fascinante calidoscopio para unos, para los pequeños es una sucesión de esperas en lugares donde, para colmo, todo está prohibido.
- Asombro: estar parada frente a Times Square, tantas veces visto en el cine y en fotografías, era una experiencia sorprendente. Pero sólo para mí. Para mi hija de 15 años, que me acompañaba, lo era ver los tubos gigantes con confites de colores en la tienda M&M, a unos pasos de ahí. Ni conociéndolos de toda la vida, uno puede predecir qué será finalmente lo que los dejará boquiabiertos.
- Atención constante: armando la agenda de programas, puede ser que debamos subdividir los momentos para mantener la tropa atenta, ya que aunque demos en la tecla con una situación que capture sus sentidos, puede llegar a ser frustrante lo poco que dura ese interés. El tiempo asignado a la observación de los lobos marinos en el Sur, por ejemplo, se tradujo en la libre interpretación de nuestros hijos menores en: a) mirar los lobos; b), tirarles piedras; c), correr por el precipicio.
? Doloroso final: la angustia del regreso a la rutina diaria después de las vacaciones, lamento reconocer, crece con los años. Por eso exprimir hasta el último instante cada viaje, aplazando la vuelta como si se tratara del camino al patíbulo, a veces genera desconcierto y extrañeza en los menores, que íntimamente están felices de volver a su hábitat, aunque luego extrañen la aventura.
- Armonía: ojalá fuera tan fácil. Uno puede pensar que caprichos, peleas y maltratos desaparecen sólo porque no los cargamos en el equipaje y no tienen lugar en los planes. Pero aparecen de sopetón. Así que mejor presupuestar porciones extras de buen humor para capear los temporales emocionales antes de que arruinen momentos insustituibles.
- Tiempo junto: por lo general nos extrañamos tanto durante el año que la situación de convivencia permanente, mañana, tarde y noche, puede resultar un poco asfixiante. Para grandes y chicos.
- Plegarias atendidas: por último, ¿quién dijo que los chicos saben realmente lo que quieren? Los adultos a gatas logramos tener un par de certezas mínimas sobre nuestros gustos. Aun así, damos una importancia suprema a los deseos manifiestos o no de personas que no saben siquiera cruzar solas la calle. Son adorables, pero tal vez llegó el momento de cambiar los planes.