La cita es el domingo, y desde hace mucho nadie quiere faltar a ella, por eso los turistas y quienes no lo son circulan por esta zona de Madrid, donde se congregan puestos de mil artículos y gente de distinta procedencia. Desde marginales hasta la alta burguesía acuden allí sin un propósito demasiado claro, quizá sea sólo para caminar apretujados entre el gentío y recorrer los puestos sin comprar nada. Nadie sabe qué vino a buscar, pero vino. El olor a marihuana y el robo de billeteras se conjugan con la venta de imágenes sacras al lado de otra de CD piratas, y todo le da entidad al Rastro. En él proliferan figuras retro, progre, más o menos retro y más o menos progre. Todo vale. La norma es la de la pluralidad, por eso nada desentona ni estética ni éticamente.
Lo que comenzó como un discreto mercado de pulgas se ha transformado en un espacio de difícil definición y de diversas tribus urbanas. Un punk interpela a un señor mayor, de apariencia neutra, en voz cada vez más alta, y el asunto parece que tiene que ver con dinero. Una ex vedette pasea su melena teñida del brazo de un aprendiz de torero con el pelo tirante y engominado. Una joven neohippie de melena lánguida arrastra sus sandalias y se detiene para hablar con un colega . Así, entre charlas turbias, actividades ambiguas, procederes sospechosos, miradas inquisidoras y muchos turistas que presencian todo como si fuera una puesta en escena, transcurre la mañana y parte de la tarde. Hasta que llega un momento en el que el paisaje cambia como por arte de magia. La gente va retirándose llena de preguntas y sin ninguna respuesta, y los puesteros comienzan a desarmar sus locales con bastante insatisfacción. La fiesta ha terminado. Las esperanzas quedan suspendidas hasta el domingo próximo, cuando se renovarán las preguntas, no habrá ninguna respuesta y reinará nuevamente la insatisfacción.
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