PRAGA.- Los judíos de Praga son muchos menos hoy que antes de la Gran Guerra. La mayoría fue hacinada en un gueto y luego exterminada en campos de concentración, especialmente en el de Terezín, 60 kilómetros al norte de la ciudad. Concebida como una fortaleza en el siglo XVIII, los alemanes transformaron el lugar en un campo de exterminio en 1940. Sin embargo, la historia judía quedó allí, signada por persecuciones anteriores que los obligaron a construir, a principios del siglo XIII, su propia área de residencia, donde se congregaron hasta que Joseph II, en 1848, ordenó acabar con las restricciones raciales.
Desde la calle Parizská, en el barrio de Josefov, se ingresa en la zona hebrea e inmediatamente es inevitable la visita a la antigua sinagoga Nueva Staronová, la más vieja de Europa, levantada en 1270. El Museo Estatal Hebreo, en Jáchymova 3, es una curiosa e irónica paradoja de la historia. Concebido por Adolf Hitler para conmemorar a una comunidad que él imaginaba extinguida en cuestión de pocos años, reunió más de doscientos mil objetos saqueados por los nazis en diversas sinagogas de Europa.
Obviamente contra su voluntad, alemanes de entonces permitieron acumular ese tesoro que muestran con orgullo y un mohín de nostalgia y tristeza los judíos de hoy.
En la sinagoga Pinkas habrán de hallarse paredes repletas de nombres y apellidos, 77.279 en total, de judíos checos y eslovacos asesinados por el nazismo y dibujos hechos en los tiempos del horror por los niños que finalmente murieron en el campo de Terezín.
Los guardianes del lugar recuerdan, sin esconder el dolor, que esas paredes debieron ser reescritas hace muy poco: en 1967, la ruptura de relaciones entre el gobierno de la entonces Checoslovaquia e Israel llevó al primero a ejercer un nada sutil método de antisemitismo. La policía llegó al lugar con una orden municipal para "aportar al mantenimiento edilicio de la zona hebrea". Rápidamente llegaron hombres con tarros de pintura, rodillos y pinceles, y se dedicaron a pintar aquellos muros borrando los nombres de las víctimas del Holocausto, que habían sido pacientemente escritos por artesanos voluntarios y sobrevivientes de las matanzas. Sin resignación, los judíos de Praga decidieron volver a estampar la impresionante lista de nombres, que cubre varios ambientes. Y allí están ahora, para que nadie olvide. El cementerio judío no es muy grande y gran parte de las lápidas se encuentran deterioradas por el tiempo y los hombres crueles. Por lo menos veinte mil tumbas fueron construidas allí hasta 1787, unas sobre otras, llegando a superponerse hasta doce ataúdes.
El barrio judío de Praga es uno de los más tradicionales paseos de la capital checa. No sólo las seis sinagogas y los museos atraen al visitante. También sus leyendas. El rabino Yehuda Loew imaginó la de El Golem, una mítica criatura moldeada con arcilla que cobró vida a través de una tableta mágica colocada en su boca. El monstruo fue creado originalmente para defender a los moradores del gueto; pero un día, cuenta la leyenda, enloqueció y su violencia no se detuvo ante nada ni nadie.
La historia de El Golem y su creador recorrió el planeta, inspirando a escritores y sembrando el terror entre quienes saben que esas cosas no existen, pero igual se inquietan.
Gustos con una rica tradición
PRAGA.- Comer en Praga no es una aventura que pueda pasar inadvertida para un sibarita o aspirante a serlo. Una parte de la tradición culinaria local se mezcla con la de Alemania.
Salchichas y cerdo, repollo y papas, son algunos de los terrenos en disputa entre checos y germanos. Los primeros, como es lógico, juran que lo suyo es mejor y original, capaz de superar a cualquier copia. Lo mismo ocurre con la cerveza.
El jamón de Praga, las tortillas con champignons, el cerdo asado, la oca, el buey y las truchas forman parte de lo que los habitantes de Praga consideran irreparablemente propio. Tanto como el licor de arándanos llamado Becherovka, frecuentemente servido en los jardines donde se ofrecen recitales. Más allá de precios, la plaza de la Ciudad Vieja es un sitio inmejorable para una velada temprana. Los restaurantes y los bares se agrupan uno tras otro y no quedan dudas de que es allí, en esa zona, donde se concentra la mayor parte de los turistas que se levantan de la mesa con paso apurado para ver el movimiento del Reloj Astronómico a pocos metros.
La cena, como en toda Europa central, es un rito no apto para noctámbulos y es difícil encontrar cocinas abiertas después de la medianoche.
Castillos y tabernas
Los mejores restaurantes de la ciudad tienen precios altos, pero tanto la comida como los edificios que los albergan son dignos de ser visitados. Como ejemplo vale mencionar al U Lorety (Loretánské namesty 8, especializado en piezas de caza); el Vikarka (Vikarská 6), que es un comedor ubicado en el recinto del castillo que funciona como comedor desde el siglo XV; o el U mecenáse (Malostranské namesty 10) emplazado en una casa renacentista de la plaza de la llamada Ciudad Pequeña. Los entendidos en gastronomía local, sin embargo, aseguran que el Opera Grill (Karolíny Svetlé 35) tiene la mejor cocina de Praga.
Tabernas y cervecerías son otro paso obligado para el visitante. En varias de ellas se elaboran especialidades de la casa como la cerveza negra de doce grados de U Fleku (Kremenkova 11). Una de ellas es Moravsky Sen (Jindrisská 11), especialista en vinos moravos.
Pero más allá de costos y edificios sugerentes, de horarios algo estrictos en las cenas, de comidas elaboradas por artesanos o al paso, algunos bares sencillos en las cercanías del puente Carlos y a orillas del Moldava son una experiencia inolvidable al atardecer, especialmente ahora, en mayo, cuando la ciudad se ilumina y empieza a calentarse con un sol cada día más ardiente, y se apaga como las voces de sus comentados fantasmas nocturnos que recorren callejuelas, entran en los rincones y se sientan junto a los viajeros en esas horas imprecisas que separan la tarde y la noche.
Praga renace en primavera. .
Historia y leyendas
PRAGA.- Leyendas, cuentos, historias comprobadas y de las otras, claroscuros urbanos, sombras, voces en susurros; todo es posible aquí. Los hombres y mujeres de esta ciudad regalan relatos a sus hijos, que se estremecen al oírlos. Entre ellos está el de aquel templario que vaga en las noches por la calle Liliova. No busca nada: sabe que no hay salida.
No muy lejos de allí, una actriz decapitada camina con soltura por la calle Karmetiská. A veces se encuentra con el mercader turco que recorre el Patio de los Mercaderes llevando consigo una carga macabra: la cabeza de su amada, que se enamoró de otro. La actriz lo esquiva, dicen, porque le da pena la suerte de aquella mujer, tan parecida a la de ella.
Mientras, en las callecitas del gueto, la noche anuncia una posible aparición brutal de El Golem, esa bestia imaginada para proteger a los judíos, que busca en cada gota de sangre una venganza contra los hombres que le dieron una vida que nunca quiso.
Todo esto se escucha en las cinco ciudades autónomas que después de mediados del siglo XVIII se unieron para formar Praga. En verdad, todo empezó hace unos diez siglos, cuando los reyes de Bohemia construyeron dos fortalezas, una a cada lado del Moldava.
Los comerciantes judíos, alemanes y austríacos establecieron sus reales en un mercado que existía en lo que actualmente es Staré Mesto (Ciudad Vieja). En el siglo X, los judíos se extendieron a la orilla occidental del Moldava y crearon un barrio. En 1257, el rey Otakar II fundó Malá Strana (Ciudad Pequeña). Enseguida, Hradcany se transformó en ciudad.
Bajo el reinado de Carlos IV nació Nové Mesto (Ciudad Nueva) y Praga se convirtió en capital del Imperio Romano. No es casual que el puente más bello e importante lleve su nombre. Después de todo, fue su inspiración decidida la que posibilitó la construcción de la catedral de San Vito, la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, la torre del puente de la Ciudad Vieja y el propio puente en cuestión. De allí en más, Praga caminó sola, pero sin exagerar. Ocupación y guerra en el siglo XX le dieron un tono gris. Fueron sus habitantes los que se encargaron de que el sol saliera cada tanto, que se repitieran trágicas y heroicas primaveras.
Mientras se incendiaba París en mayo de 1968, empezó a arder Praga. Fuego a ambos lados de la Cortina de Hierro. Nada de artificios. Y la ciudad no cambió en lo fundamental, aunque los tanques hayan pisado calles ajenas y la marca de las orugas se hayan borrado mucho más rápido del pavimento que de las memorias.
La angustia de Franz Kafka en los empedrados, las hazañas del soldado Schwejk desde el genio de Jaroslav Hasek reprodujeron lo bohemio, que en el caso de los checos de Praga es tanto geografía como adjetivo.
La insoportable levedad de ser una ciudad sembrada de rincones, callada y sonora al mismo tiempo, con un río poblado de fantasmas y con la profundidad suficiente como para inspirar a hombres que la sueñan tanto como el escritor austríaco Oswald Wiener para decir de ella: "Quien la haya mirado una vez a los ojos, esos profundos, trepidantes y misteriosos ojos, será para toda la vida súcubo de la encantadora".