Hay ciudades y ciudades: algunas seguras, amables, cálidas. Otras, no tanto. Pero como viajero hay que saber acomodarse a ambas opciones (aunque las primeras sean las preferidas). Ya sabíamos de la fama de Vietnam antes de aterrizar en Hanoi: todas las guías conocidas alertaban que el aeropuerto no era el lugar más amable para los turistas, especialmente occidentales. Y en lo posible, advertían, hay que evitar llegar de noche para esquivar un poco esa mala fama.
Teníamos todo planificado hasta que el único vuelo que conseguimos desde Laos, donde nos encontrábamos, llegaba a Hanoi poco antes de las 19. Sin mucho entusiasmo compramos el ticket y respiramos profundo: aterrizaríamos justo al atardecer. Después de los trámites en el aeropuerto pasó lo obvio: afuera ya estaba oscuro.
La única opción era la de los taxis esperando por los recién aterrizados. Había que arriesgarse. Subimos a uno cruzando los dedos y explicándole al conductor adónde queríamos llegar, mostrando en la guía que teníamos el hotel elegido. No articuló palabra: asintió, trabó las puertas y condujo -por más de veinte minutos- en silencio. En el medio habló por celular y balbuceó algo inentendible, en vietnamita, claro. Atravesamos una autopista. Ningún cartel nos ayudaba demasiado. Todos estaban en el alfabeto local, nada en inglés y no había ningún punto de referencia cercano.
En un momento, el taxi frenó brusco. Era una calle bulliciosa y repleta de luces de neón, carteles, gente. Pero no pudimos ver mucho más. Alguien nos abrió las puertas y lo único a lo que pude atinar fue a abrazarme fuerte a mi mochila. Verborrágico y en un inglés muy básico, un chico agitaba una tarjeta de hotel y decía algo que después del susto entendí: ese hotel estaba lleno, él trabajaba ahí, y nos recomendaba otro.
La estafa era un hecho. Nos miramos, miramos al taxista que nos había vendido -que por segunda vez quiso estafarnos cobrándonos demás- y tuvimos que bajar. Terminamos durmiendo una noche en un hotel que no estaba tan mal, pero con los consecuentes miedos de estar en un lugar que no habíamos elegido, en Vietnam, de noche. Y al otro día, con el sol en alto, descubrimos que estábamos muy lejos del centro turístico de la ciudad. Suficiente como para que los lugareños nos miraran como si fuésemos extraterrestres.
Superamos esa estafa y más al sur casi nos pesca otra. El horario de llegada del micro a Ho Chi Minh, la ciudad más grande de Vietnam, era a las 7. Pero arribamos antes de las 5. Empezamos a caminar, tratando de esquivar el miedo, pensando que en una ciudad así algún hotel habría cerca, abierto y de guardia. La sorpresa fue que los pocos que encontramos estaban cerrados. Las calles, oscuras y solitarias. Finalmente tuvimos un golpe de suerte después de tocar un timbre insistentemente por un buen rato y que un somnoliento chico nos abriera. Cuando quisimos registrarnos, el bellboy , mezclando señas y alguna frase en vietnamita, simplemente nos dio las llaves para ir a la habitación tan buscada. Ahí no hizo falta el inglés para darnos cuenta de que no le interesaba estafarnos. En lenguaje universal, sólo quería seguir durmiendo.
Publicado por Daniela Dini
19 de febrero de 2012 | 1.45 A.M.