El mes pasado, como algunas ya saben, hice el Camino de Santiago. Más precisamente, 132 kilómetros. Caminé durante 6 días junto con un grupo de amigas en un ritual que era siempre el mismo: nos levantábamos a las 5 a. m., nos bañábamos, desayunábamos, hacíamos algunos estiramientos y empezábamos a caminar. A eso de las 9, frenábamos en un barcito incrustado en algún pueblo medieval a disfrutar un segundo desayuno de tostadas con huevo frito y café con leche y seguíamos. Íbamos en silencio, charlábamos de todo, nos emocionábamos, caminábamos solas, de a tres, de a dos, de a cuatro, de a muchos, nos reíamos, cada una se aislaba y escuchaba música, parábamos a estirar o comer alguna fruta, sacábamos fotos, alguna paraba y otra seguía, pero todas, siempre, llegábamos juntas. En sánscrito, a ese modo de moverse unidos se lo llama sangha. Es la idea de que no se avanza sin el otro, de que el todo impacta en el crecimiento de cada uno: pertenencia y conciencia de unidad. Durante mis dos semanas de vacaciones, me sentí así, en una sinfonía de decisiones conjuntas y libertad. Unidas por el camino y a otros peregrinos, que eran siempre los mismos. Cada tramo te sorprendía con un sinfín de reencuentros con esos compañeros de ruta, cada uno con motivos tan diversos para esa travesía, pero todos en la misma: caminando. En determinado momento, mientras atravesaba sola una fugaz neblina por un bosque negro incendiado, tal como me había profetizado mi papá, “me llegó el alma al cuerpo” y me largué a llorar de felicidad. Sentí que todo lo bueno era alcanzable, tan agradecida. Y de pronto, miré hacia abajo y el camino era amarillo (posta), la tierra era de un color que nunca había visto antes: refulgía. Y entonces me dije: este parece el camino del Mago de Oz. Cuando tenés tiempo, podés ver la magia de lo simbólico, de las señales, ¿viste? Y justo unos pasos adelante me encontré con Kenta, mi amiga del alma, que me dijo: “¡Amiga!, ¿viste el color de la tierra?”. “Es el camino de Dorothy”, dijimos al unísono, y nos reímos caminando a la par una vez más.
Cuando volví a Buenos Aires, imaginate, me topé con la realidad. El primer día que saqué el auto, choqué dos veces, choques pavotes, pero lo suficientemente aleccionadores. Me sentía rara en mi nueva rutina solitaria, extrañaba la cotidianeidad compartida. Entonces, un poco abrumada por el aterrizaje porteño, tomé una decisión: no iba a usar (salvo que no me quedara otra) el auto, iba a ir caminando. Estoy a 2 km de OHLALÁ!, así que ahí instauré mi nuevo hábito. Todas las mañanas y todas las tardes camino. Me calzo las zapatillas y me llevo los tacos en la cartera. Primero pensé que era un buen ejercicio, pero después me di cuenta de que estaba yendo a mi propio ritmo, que caminar me desaceleraba. El auto me daba esa falsa idea de que “hago 10 mil cosas, total en 5 minutos llego”, y así estaba yo con la lengua afuera. En cambio ahora, rumbo a mi trabajo, estoy al aire libre, miro a las personas a los ojos, disfruto de los detalles de las casas, huelo cómo están brotando ahora los árboles, a veces sí hablo por teléfono, pero igual me despejo. Estamos ávidas de ir más lento, de conectarnos con otros, de reconocer nuestra naturaleza más animal. Por eso, el título de esta edición es #PostPartoReal. Primero, quiero agradecer a los cientos de mujeres que nos compartieron sus historias, y también a las que dijeron “sí, le pongo el cuerpo” al dossier fotográfico (pág. 106). Es nuestro desafío mirarnos con más amor y menos exigencia, no solo nuestros cuerpos, sino también nuestras emociones y dudas. Juntas, en sangha. Que nada ni nadie apure ni modifique nuestro ritmo, y así, que cada una (sea madre o no) pueda danzar su melodía. Feliz día a las mamás y también a quienes maternan de tantas otras maneras posibles.
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