¿En qué momento dejamos de disfrutar del juego, del hacer, del proceso, para quedarnos eclipsados por su posible resultado?
¿Por qué necesitamos un resultado exitoso para convencernos de que valemos?
¿Para convencer-nos a nosotros o para convencer a otro(s)?
Estas preguntas aparecieron hace un par de noches mientras jugaba con mis hijas al juego de la memoria. Las tres juntas, echadas en la cama, estrenando unas piezas de madera redondas.
China venía de ganar la primera partida y había hecho tal algarabía exitista ("gané porque tengo mucha memoria y soy inteligente", llegó a decirme) que cuando apareció la amenaza de la pérdida, de no ganar, de que ganara Lupe, su hermana, empezó a deprimirse. Exagero cuando escribo "deprimirse".
-No pasa nada si perdés. Es un juego. A veces se gana, otras se pierde.
No la veía ligeramente preocupada, lo esperable, sino angustiándose. Y cuando la amenaza de perder se repitió, ya en una tercera partida, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ya no quería seguir jugando. No podía concentrarse, no podía seguir el juego, no había manera.
-China, gorda, de verdad no importa si perdés. No cambia nada.
De hecho, la situación era en gran parte auto-provocada. Bastaba ver que la hermana o que su madre tuvieran un par de fichas más que ella, para entrar en un remolino de ausencia.
Tratando de comprender el trasfondo, lo que emocionalmente podía jugársele, me encontré tirando frases como: "¿vos te pensás que yo te quiero menos por el hecho de que pierdas?"
Y en eso, tras una seguidilla de preguntas en similar sintonía, rompió en llanto.
-¡No, no soy inteligente si pierdo!
¿En qué momento se creyó que debía serlo?
Por supuesto, no hice sino repetirle que nadie era menos inteligente por perder un juego, que en todo caso la inteligencia estaba en saber jugarlo, disfrutarlo, poder divertirse, por ella, para ella, sin importarle el resultado. Y que, ante todo, ella era valiosa y amada sin condiciones por su madre y su padre.
-No tenés que ser de ninguna manera para que mamá y papá te quieran.
Y así.
Parece una escena muy menor, una tontería, quizás lo sea, pero evidentemente tocó alguna fibra sensible porque quedó dándome vueltas.
Recordé un par de escenas de hace unos años. Las primeras vueltas en calesita con hijas. Estar allí y darme cuenta de que los niños (de entre 1 y 3 años) sentían alegría por el mero hecho de estar circulando, desplazándose en el espacio. La sortija les importaba un pito. Sólo los adultos estábamos pendientes de que la ganaran. Recuerdo observar aquello y preguntarme lo mismo que me preguntaba al inicio: ¿en qué momento dejamos de disfrutar el traslado para eclipsarnos con el posible trofeo?
¿Estaremos haciendo demasiado hincapié en los logros externos?
¿No sólo en aplaudírselos a nuestros hijos, sino en conseguirlos?
¿Qué vienen a significar éstos?
¿Vienen a subrayar lo "inteligentes, lindos, divertidos" que somos?
En un nivel más profundo, ¿vienen a hacernos sentir queridos?
¿Nos hacen de verdad sentir queridos?
Si debo cumplir con ciertos requisitos para ser amada, ¿estoy siendo amada? ¿Voy a aprender a amar y a amarme bajo esas mismas condiciones?
Y seguí haciéndome preguntas de esta misma familia, y seguiré haciéndolas, estoy en días sensibles y preguntones, pero sé que es lunes, o mejor dicho, que ustedes estarán leyendo este post el día lunes y los lunes y estas preguntas no pegan ni con cola.
O acaso ése es mi miedo, no vaya a ser que no les agrade mi texto, o que les resulte inadecuado para este momento =)
¿Qué piensan?
El juego de la memoria.
PD: En Septiembre hacemos juntada presencial por el aniversario del blog. Las que quieran sumarse, pueden escribirme a inessainz@msn.com
PD2: Gracias, Dolores, por los preciosos juguetes obsequiados ¡Muy buen arranque de semana!
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