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 • HISTORICO

La cultura vira alrededor de San Pablo

Una vez al año, durante 24 horas, sin pausa, las calles y los parques de esta megaciudad vibran con una increíble programación gratuita de música, cine y teatro. Crónica personal de un artista en el lugar de los hechos




Siempre soñé con irme de gira con una banda de rock. Y hacerle justicia a todos los lugares comunes de las estrellas de antes: tomar whisky de la botella en el avión, cargosear a las azafatas, romper el hotel y todos esos caprichos que había leído sobre mis héroes de la distorsión y el glamour. Cuando por fin, a los 42 años, se me cumplió el sueño de la gira propia, lo único que pude pedir en el avión fue un jugo de manzana y el sanguchito de rigor. De todos modos, un instante glorioso, que no adulteró ni un poco la fantasía.
A decir verdad, tampoco viajaba con un grupo de rock. Había promediado una discreta carrera musical como saxofonista soprano de una ascendente orquesta de cumbia, llamada Todopoderoso Popular Marcial, en su primera salida al exterior. El combo de 21 músicos del que formaba parte había sido invitado por la gobernación de San Pablo a la Virada Cultural, un mega festival de música y arte en la calle.
Aquellos que han leído que San Pablo es una de las mayores capitales culturales del continente deben saber que, una vez al año, toda esa oferta se concentra en 24 horas. Ese evento, que en general se realiza en mayo, pero esta vez cayó 20 y 21 de junio, es la Virada. Lo fascinante del caso es que la ciudad entera se tapiza de escenarios: en cada barrio, durante 24 horas, hay artistas y decenas de bandas para sentarse a escuchar, además de talleres de cine, teatro, exposiciones de arte y clases abiertas sobre casi cualquier ritmo y danza.
Es un maremoto de más de 1500 atracciones non stop, que le saca humo a todas las usinas culturales: se estrenan films y obras que serán de culto; hay pianistas, coros, orquestas, DJ, roqueros, sambistas, metaleros, hiphoperos, gitanos y hasta cumbieros? En esta edición participaron desde Ana Tijoux y Dona Onete hasta Caetano Veloso; desde el francés Feloche hasta los mexicanos de Sonido Gallo Negro, Curumin, Hermeto Pascoal, Chico César o el rapper Emicida. La lista es interminable.
Como el metro funciona toda la noche, miles de personas toman las calles y se entregan a un estímulo visual y sonoro sin pausa. La programación es tan extensa que, a las siete de la mañana, se puede escuchar a un genio como Tom Zé tocando lo más pancho, con toda su estampa de perdedor hermoso, como si fuese normal estar ahí parado a esa hora.

El sueño de los héroes

La llegada a San Pablo es a las 10 de la mañana y Todopoderoso se apiña frente a la cinta para levantar bolsos y, lo más importante, una tuba, un eufonio y un saxo barítono. Sin esos tres metales, no habrá notas graves en el show de la madrugada siguiente (el resto de la banda, que voló con sus estuches a bordo, sigue derecho a Migraciones).
El mayor temor de un músico que viaja en avión es tener que despachar su instrumento y que quien carga las valijas trate su saxo como si fuera una tabla de surf o una pata de jamón Torgelón. Por suerte, salvo algún rasguño, ningún caño llega abollado al aeropuerto Gobernador André Franco Montoro, más conocido como Guarulhos, el más grande de América latina.
Seis horas antes, a eso de las dos de la mañana, la banda había partido en un micro escolar desde el zoológico de Palermo, en un clima de fiesta símil viaje de egresados. Había clima de epopeya, un grupo de héroes muy anónimos en la autopista desierta, listos para conquistar el mundo, sólo por una vez (como dice Bowie). Ahora, en el trayecto al hotel, los ánimos están más aplacados por el respeto que genera esa ciudad elefantiásica, demasiado intimidante para el primer vuelo de pájaro.
El Braston es un viejo hotel con un piano de cola blanco en el lobby que haría sonrojar al mismísimo Richard Clayderman. Queda en la calle Martín Fontes, en el barrio céntrico de Consolação, conocido por ser un polo gastronómico y cultural de la ciudad, a pocos minutos de caminata de la tradicional avenida Paulista.
De todos los restaurantes y barcitos paquetos que pueblan las cortadas lindantes al Braston, el mejor comedero al paso se llama Stadao: siempre lleno, su barra convoca a laburantes de la zona, que devoran arroces con feijão, carnes y sanguches de pollo o vegetarianos, a no más de 20 reales el plato.
Allí mismo confluye la banda en un festín alimenticio que se celebra en silencio. A esta altura empiezo a entender que los mejores momentos de una gira no son a la hora de tocar sino en los rituales previos, las esperas, los tiempos muertos, sobremesas y chinchines. Después del almuerzo, una siesta obligada precede el primer reconocimiento del escenario.
Ya es de tardecita cuando, mapa en mano, varios de los 22 enfilan hacia la avenida Casper Líbero, en donde Todopoderoso toca a las cuatro de la mañana. La enorme Casper Líbero desemboca en el Jardim da Luz, un espacio verde de 20.000 metros cuadrados ubicado al lado de la Estación da Luz. Hace un par de décadas, este viejo jardín botánico era yuyo de la prostitución y el tráfico de drogas, pero hoy es una zona que cambió por completo, en donde funciona el Museo de Arte Sacro de San Pablo y la Pinacoteca de la ciudad.
Ahora son casi las ocho y los árboles del parque se iluminan con proyectores muy psicodélicos. El viento mueve las copas frondosas, que parecen bailar al ritmo de un DJ apostado a metros de la cúpula de la Pinacoteca. Suena una mezcla de hip hop o samba electrónica y todo el jardín, decorado con tiritas metalizadas de kermes, se sumerge en un trance. En las hamacas y toboganes de los chicos hay gente cantando y bailando algo que sólo existe en sus cabezas, más allá de la música. Es el festival en su mejor expresión.
Después de abandonar el parque, cruzando la Estación da Luz, llegamos al escenario Casper Líbero, justo cuando empieza el show de una viejita que canta toda encorvada en una silla. ¿Quién es? Ni más ni menos que una gloria viviente, Dona Onete, la reina del Carimbó. Nacida en el estado de Pará, en el norte del país, la diva grabó su primer disco a los 73 años. "Yo hago el carimbó de los campesinos, bien rústico, bien sensual. Es para bailar, abrazarse y besarse", dice Onete. De repente, se levanta y mueve las caderas como una bailarina de axé. El público se prende fuego. Vuelan las capirinhas, que un bar avispado por la convocatoria remarca a 20 reales.

Los cracudos

Ya se hicieron las once (están tocando los mexicanos de Sonido Gallo Negro) y es hora de ir al hotel, reagruparse con el resto de la orquesta y esperar la combi, que pasa a la una de la mañana, para regresar a este mismo escenario.
Otra vez en el micro, se proyecta la ciclotimia salvaje del centro paulista, cuando pasamos de las calles coquetas del Braston a una zona bien delimitada que aquí llaman Cracolandia. En este paraje se concentran los cracudos, miles de adictos al crack que caminan la noche sin rumbo, como zombis, perdidos en un océano personal de ansiedad y locura. Brasil es uno de los países con mayor cantidad de adictos al crack en el mundo, según datos del propio gobierno. Hace dos años, la alcaldía de San Pablo contó cerca de 500.000 adictos en el centro de la ciudad, que se redujeron a 300.000 en la actualidad, gracias a un programa de inserción social llamado Brazos abiertos. "Debe ser una de las zonas más peligrosas de la ciudad", le consulta alguien al chofer de la combi, que responde, muy tranquilo: "Todo lo contrario, se puede caminar sin problemas por acá; están todos tan drogados que así no pueden robar a nadie". Nadie se ríe.

"Afinemos, por favor"

A las tres de la mañana, arranca el show de La Babel Orquesta, un combo gitanillo y teatral que celebran unas mil personas apostadas frente al escenario Casper Líbero. "Es la banda del casamiento de la película Relatos salvajes", promocionan los afiches. Mientras tanto, hay nervios en el camarín: calientan los vientistas; el platillero despliega su batería de chistes malísimos para que el tiempo pase. "Afinemos, por favor, afinemos", suplica el clarinetista, mientras el tubista reta a los trombones por andar medio descuajeringados.
El show de Todopoderoso dura casi 40 minutos y, a las cuatro y pico, todavía queda mucha gente para bailar las canciones. Suenan unas cumbias mexicanas, colombianas y argentinas, un reguetón filoso, tinkus, huaynos, caporales y varios ritmos latinoamericanos más. Todo pasa demasiado rápido para estar a la altura de la fantasía. Pero, aún así, el disfrute le gana raspando al eterno inconformista.
Después del recital, a eso de las seis, la combi enfila hacia el Braston con la mitad del plantel. Los demás prefieren regresar a pie, parando en los escenarios que todavía quedan iluminados. En una calle solitaria, hay una imagen bucólica: un pianista toca para cuatro personas en uno de los tablados perdidos del festival. Empieza a aclarar.
Así termina la gira, porque el resto del viaje -hacer el bolso, ir al aeropuerto- es la despedida. El sueño del pibe se va apagando en el avión. No hay whisky de la botella ni azafatas cargoseadas. "Jugo de manzana, por favor", es lo último que pido antes de reclinar el asiento para tirarme a dormir.

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