Se me hace difícil recuperar aquella primera imagen de Italia que tenía en mi mente antes de conocerla. Creo que mi imaginación se refugiaba en referencias cinematográficas o literarias. Viví Venecia a través de los ojos de Aschenbach con su Muerte en Venecia, y descubrí San Gimignano como Frances Mayes en Bajo el sol de Toscana , sin dejar de lado la ilusión de instalarme en una villa y resucitar una casa abandonada. Quizá, como el personaje, mi verdadero anhelo era recuperarme a mí misma y a mi propio espíritu aventurero y explorador.
Pero fue justamente en esa película, que ansiosamente vi antes de leer el libro, que escuché por primera vez sobre Positano.
Después de 15 días recorriendo el norte de Italia, finalmente con mi amiga Majo giramos nuestro rumbo hacia la Costa Amalfitana. Desde Buenos Aires habíamos reservado los hostels de todo el viaje por Internet y el más llamativo de todos había sido el de Positano. No sólo por su nombre, La casa di Peppe, sino por las fotos de su página Web, donde estaba más cerca de parecer un palacio que un hostel. Después de hacer la reserva recibí un pedido de solicitud de amistad en Facebook del mismo Peppe.
El tren nos dejó en Salerno y ese fue nuestro primer contacto visual con el mar. Lo extrañaba. Era pleno julio y después de largas colas en los museos necesitábamos un poco de playa. Nos acercamos al muelle y ahí conseguimos los billetes del barco que nos acercaría por el mar Tirreno hasta nuestro destino.
"¡Positanooo!", nos avisó un marinero con cántico italiano mientras soltaba la cadena del ancla.
Sin atajos
Caminamos con los bolsos por el muelle hasta llegar a la calle principal. Giramos la cabeza hacia arriba y vimos cómo el pueblo estaba formado por un acantilado de callecitas que subían y bajaban.
Después de 45 minutos llegamos caminando, cuesta arriba, a Via Fornillo.
Peppe nos recibió con un sombrero blanco y zapatos en punta, a lo tano. Definitivamente, las fotos en Internet no aparentaban. Era en verdad un paraíso. La casa se levantaba a gran altura sobre el mar Tirreno, con terrazas blancas al estilo griego. Desde allí se podía contemplar el resto de las pintorescas viviendas sobre la ladera, y de fondo, el horizonte. El mar infinito era el marco de las ventanas de cada habitación.
Creímos que nuestra visita a Positano se resumiría básicamente en descansar, pero ese era nuestro plan inicial, hasta que descubrimos que nos separaban más de 600 escalones desde el hostel hasta la playa más cercana, Fornillo, que resultaban mucho más simpáticos a la ida que a la vuelta.
Por la tarde, lejos de querer volver a dormir continuábamos a pie, camino hacia el centro comercial. Cientos de locales rodean la calle principal. Vestimentas de bambula, mosaicos con escenas típicas de Positano y limoncellos son algunos de los productos más comunes a la venta. Un callejón que desemboca en la iglesia principal tiene como techo una gran enredadera de santa Rita fucsia, y es allí donde se instalan los artistas y artesanos a vender sus obras.
La última mañana en Positano me frené allí a comprar una pequeña ilustración del paisaje y me llevé una sorpresa cuando la vendedora me dijo que era argentina. Su vida en Positano parecía calma, aparentaba un estado de plenitud admirable.
Otro de los puntos centrales de este pueblo es la iglesia de Santa María Assunta. En nuestra última noche en Positano nos llevaron a visitarla, casi de casualidad, en el mismo momento en el que comenzaba una orquesta de música clásica de Beethoven. Ya era mucho pedir?, violines, violonchelos, limoncellos, bruschettas y los gelatos más ricos del mundo.
Casi como una revelación onírica, todavía hasta hoy Positano se nos presenta como un recuerdo nostálgico, una sensación fuera de foco, desconocida. Italia me ha descubierto su carácter cinematográfico y literario a la vez. Su encanto sobrenatural se asemeja a la ficción. Italia lleva en sí misma el arte de La b uona vita.
Delfina Velarde