Ya con los primeros calores de octubre, comienza en mi matrimonio una puja de razones tanto o más importantes que el agujero de ozono. Cabe aclarar que en otras épocas del año la relación no es muy diferente que digamos y hasta creo que, de no ser por la inercia de la vida en común, nuestra pareja hubiera desaparecido bajo el cruce de insultos y abogados.
La situación se resume fácilmente: si yo tengo frío ella siente calor; si duermo destapado ella se cubre con la sábana; si quiero ir al cine ella saca entradas para el teatro. Y así desde siempre hasta que las cálidas brisas de octubre centran nuestras diferencias sobre un dilema fundamental: mar o sierra.
No es que esta alternativa sea una cuestión de principios rígidos e inamovibles, y por ende mantenidos a través del tiempo. No, de ninguna manera. Es más, si un año ella se inclina por las serranías, yo elijo la costa, y si al año siguiente yo digo Córdoba, ella invariablemente optará por San Bernardo.
Con todo, y contra lo que pueda suponerse, nos mantenemos unidos en una supervivencia que rechaza toda lógica. Prueba de ello es lo que nos sucedió hace tiempo, poco menos de una década. En aquella ocasión la porfía por el lugar de veraneo nos llevó al borde de la ruptura matrimonial: de hecho, cada uno armó sus planes y sus valijas y partió hacia el lugar elegido. Ella, rumbo a Carlos Paz; yo, hacia Mar de Ajó. Ya en el ómnibus, con asombro y extrañeza, empecé a gozar de una libertad a la que no estaba acostumbrado: mi asiento correspondía a la ventanilla y, comprendan mi emoción, me senté ahí sin que mediara una sola palabra con el acompañante ocasional de viaje.
La sensación de bienestar que experimenté en el ómnibus no me abandonó en el hotel. Había reservado una habitación doble, con cama matrimonial, sólo para sentir la autonomía de giros sobre el colchón. Al entrar, antes de sacar la ropa de la valija, me desnudé y me tiré en la cama para dar vueltas como si fuera una criatura. Por un momento estaba a un lado, al siguiente, del otro; primero con la cabeza en la almohada, luego con los pies en la almohada, hasta que me quedé dormido, despatarrado como una estrella de mar.
En la playa la sensación de independencia se mantuvo sin variaciones: cuando quería caminar por la orilla, hacía largas caminatas por la orilla; si se me antojaba una cerveza, tomaba una cerveza, y cuando deseaba dormir, me quedaba dormido en la arena bajo la sombrilla. Nada de discusiones, ningún planteo, nada de indirectas. Hasta me daba el lujo de no sentir culpa cuando desde la reposera seguía con la mirada, por encima de un libro abierto, los cuerpos de las jóvenes que iban y venían entre los médanos y el mar.
Los primeros tres días de aquellas vacaciones en soledad fueron los más plenos que tuve en mi vida y, aunque suene paradójico, quedaron en mi memoria como los mejores días de mi matrimonio. Sin nadie que me cuestionara, me reencontré con el niño que llevaba adentro: me sumé a un picado en la playa, hice castillos de arena, por la noche fui a los locales de videojuegos a probar suerte en los flippers.
Fue un sueño del que creí que jamás despertaría. Sin embargo, en la mañana del cuarto día ocurrió algo extraño. No sé si llamarlo miedo escénico, o cierta especie de agorafobia, ya que cuando abrí los ojos la cama se me presentó como un gran espacio desierto, una extensión sin límites en donde me encontraba perdido.
Tardé unas dos horas en poner los pies en el piso y llegué hasta el baño sosteniéndome de las paredes. Incliné la cabeza sobre el lavabo, mojé mi cara un par de veces y también me eché agua en la nuca sin lograr sobreponerme.
Después, con mucho esfuerzo, conseguí llegar a la playa. Tenía la esperanza de que un poco de aire me despejara la mente. Tres cuadras me separaban del mar; salí del hotel a las once y pisé la arena después del mediodía. Allí miré el horizonte, esa línea difusa entre el cielo y el agua. Luego intenté aspirar una bocanada de aire salado y el vértigo que me invadió fue tal que terminé vomitando, a la vista de quienes empezaban a comer las viandas que llevaban en impecables heladeritas de telgopor. Algunos valientes me ayudaron a alcanzar los médanos y me abandonaron detrás de unos espinillos, lejos de las miradas de los bañistas.
Tardé en reponerme y juro que no fue fácil, pero mi estado volvió a la normalidad sólo cuando decidí canjear el boleto de regreso para el primer ómnibus en el que hubiera un asiento libre.
Tuve suerte: un día después, temprano en la mañana, abría la puerta de mi casa. Dejé la valija en el living y fui hasta la cocina. No sé si la sorpresa de mi mujer fue mayor que la mía; lo cierto es que no esperaba encontrarla ahí, tomando mate y leyendo. Ella había regresado un día antes que yo por culpa de una "ligera indisposición". No me dijo mucho más; tampoco me hizo preguntas. Yo respeté su silencio y no hablé acerca de mi experiencia.
Esa misma noche la invité a cenar y tuvimos nuestra primera discusión después de veranear separados: ella quería ir a un tenedor libre y yo a una parrilla. Terminamos pidiendo empanadas a domicilio. Algunos dirán que lo nuestro no es convivencia, pero al fin y al cabo es nuestra vida... y sabemos que vivirla de otro modo tiene sus riesgos.