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Nada que sostener

Por Sebastián Lalaurette De la corresponsalia La Plata




Hasta ese día fue un verano como todos: el calor sólido apisonando firmemente los colores contra calles, techos, paredes, árboles y gente; los días inacabables en el restaurante familiar; la brisa del río como único refugio posible en las tardes vacías. Como todos los veranos, transpiré cada pedido mientras Delia y Marina cocinaban bajo la supervisión de mamá, que también atendía a los clientes. Como todos los veranos, Cecilia se fue sin que yo me animara a articular un "me gustás"; o, mejor aún: "te quiero". (Siempre se iba, al mar, a las sierras, al campo, y sus hermosos ojos de 15 años ya decían: a cualquier lado lejos de este pueblo. )
El tipo estuvo sentado como diez minutos hasta que finalmente mamá pudo atenderlo. Evidentemente, acababa de llegar al pueblo; creo que lo consumía el hambre. Se dejó recomendar un plato y se quedó mirando por la ventana. Apreció el río flanqueado por un ejército indisciplinado de árboles, las olitas que levantaban las lanchas, la limpidez del cielo y el agua. Después se levantó y empezó a recorrer el salón, observaba los cuadros colgados de las paredes. Había como cuarenta, y ahora hay más, porque mamá emprendió una tarea de rescate después de ese día. El desconocido los evaluó rápidamente, se detenía en los que le llamaban la atención: el azul, grande, con los arcos luminosos que semejaban barcos, o el del árbol que parecía un Kandinsky. Después preguntó. Siempre preguntaban.
-¿Quién es el artista?
-Mi marido.
Siempre preguntaban, y mamá siempre estaba cerca para contestarles. A lo largo de los años había perfeccionado el tono de esa respuesta: un aire casual, pero no demasiado, que dejaba traslucir el orgullo sólo en la medida necesaria. Su mirada también tenía una espontaneidad estudiada, un brillo de sinceridad y de dedicación incansable. Permanecía frente al turista, con la vista clavada en sus ojos, sosteniendo frente de sí, como un penitente, el trapo con el que había estado limpiando el mostrador.
-Es impresionante - dijo el extraño, en un tono de verdadera admiración. Después preguntó, mientras intentaba una vez más desentrañar la firma de uno de los cuadros:
-¿Cómo se llama?
Ella nombró a papá. Nombró a papá y nombró cada premio municipal, cada muestra colectiva en la que había expuesto.
Con los ojos clavados en los ojos del otro, nombró los libros de edición de autor cuyas portadas había ilustrado papá. Con tono enérgico, nombró las apariciones del nombre de papá en diarios y revistas locales. Nombró aquella exposición de hacía 20 años, tres antes de que yo naciera. Nombró minuciosamente cada reconocimiento y todos pudimos paladear una vez más la injusticia que significaba la ausencia de otros premios y menciones.
Esa era la forma en que mamá entendía el amor: como una batalla en la que la violencia con que uno defendía las cualidades del ser amado era la medida del sentimiento que albergaba. Creo que hay toda una raza de mujeres de ese estilo, que sostienen ante el mundo la bandera de un amor militante, casi careciente de ternura.
El turista emitió todas las interjecciones convenientes y logró destejer la red verbal de mamá lo suficiente como para volver a sentarse mientras ella, en medio del salón, revestía de bronce la figura de su esposo. Por alguna razón pensé en Cecilia. Pensé en una playa, lejos. Después la imagen se esfumó.
La aparición de papá fue tan sorpresiva como silenciosa. Se había metido en su estudio hacía horas y se había salteado el almuerzo, como solía hacer. Entró en el restaurante cruzando el mostrador desde atrás, se detuvo frente a mamá y sostuvo sus ojos interrogativos. Los sostuvo como ella sostenía el trapo y el nombre de él. Nosotros lo sosteníamos todo, como siempre: sosteníamos esa tensión entre ellos bajo el sol y el calor y el hastío.
-Me voy, Elena - dijo.
Nunca más vi una cara de desconcierto como la de mi madre en aquellos momentos. No se detuvo de golpe, no dejó caer el trapo, no sufrió una súbita transformación, sino que se quedó mirando a papá con el rostro perdido, como si él, en el breve tiempo que le habían insumido las primeras dos sílabas, le hubiera hecho una apresurada pero completa exposición de la teoría de la relatividad, para terminar con ese sencillo vocativo, "Elena".
Permaneció así unos momentos eternos y pude ver su asombro reproducido y aumentado en el rostro de Delia, que se había quedado congelada detrás del mostrador, mirando a papá con los ojos desorbitados. No podía ver mi propio rostro, pero sentía el levísimo recorrido del aire sobre los labios: me había quedado con la boca abierta, y eran tan consciente de mi aliento como de cada mínimo sonido que se producía en el lugar.
La valija de papá era pequeña, tanto que tardé un rato en darme cuenta de que la llevaba en una mano. No era momento de preguntar adónde, cómo, con qué; adiviné (adivinamos, supongo) que no era una cuestión de valijas, que papá se había liberado de un peso inmenso, abrumador, hecho de años.
Mamá seguía inmóvil y callada cuando papá la saludó con un beso en la mejilla. Después, dueño de todo el tiempo del mundo, salió del local. Lo vimos bordear el río hasta que el perfil de la ventana se tragó su imagen.
Trescientos años habremos estado así, o acaso un minuto entero. Hasta que mamá, sin mover un músculo, dijo:
-Marcos, andá a la cocina a fijarte si ya está el pedido del señor.
El tiempo volvió a rodar.
Esa noche soñé con el Hombre de Mostaza. "Ya está", me dijo desde algún lugar de su rostro ondulante. Tenía razón: yo ya no estaba obligado a sostener nada. Al otro día le pedí a Juani que me explicara cómo se abría una cuenta de e-mail. Cruzamos el río (entonces no había cibercafés en el pueblo) y le escribí a Cecilia: latí para ella en palabras. El verano siguiente, y el otro, y el otro, los dos tuvimos mar y montañas.

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