Ya está. Ya se fue el 2008. Y en tu balance te diste cuenta de que no hiciste el taller de PNL que tanto querías, no te animaste a pasar por el quirófano y agrandarte, finalmente, las lolas; no fuiste a averiguar por las clases de power pilates, y ni te anotaste en los cursos de inglés que da la UBA, tampoco colgaste esos cuadritos que te esperan en el living de tu casa. Pero ahora que arrancó el 2009, esta vez sí, te jurás y te recontra jurás que vas a hacer todo lo que dejaste pendiente del año anterior más todo lo nuevo que estás programando para este año. Porque es enero y estás llena de energía. Qué bueno: todo empieza. La misma sensación de escribir en un cuaderno nuevo. Esta vez sí vas a ser prolija. No como con el último que, finalmente, quedó todo mamarrachado y con gotas de mate seco. Y, encima, se rompieron algunas hojas.
Pocas cosas son tan lindas como el sabor a nuevo. Inspirás y estás llena de aire, de energía, de ganas… pero pasan los meses y te vas desinflando. La lista que armaste a principio de año parece imposible de cumplir, pero seguís con la ilusión de poder hacerlo. Después viene el bendito balance y todo quedó por la mitad.
¿Para qué hacer balances, entonces? Parecería que sólo sirven para marcarnos todo lo que no llegamos a cumplir. Y eso, los vuelve odiosos. Porque lo que sí hicimos, lo que pertenece al mundo de lo concreto, siempre es menos que la ilusión, entonces nos cuesta verlo.
Quizá los balances sirven para aprender a no ser tan dura con vos misma, para reconocer que te pusiste objetivos que te superan. Para aprender a pedir ayuda, para saber con quién sí y con quién no, para enterarte cuántas piedras tenés que sacar de tu mochila, para despejar y enfocarte en lo que realmente querés. Entonces, relajá. Hacé listas acordes con tu realidad y registrá todo lo que concretás; así el próximo enero disfrutás de la sensación de lo realizado. Que es casi tan linda como la de lo nuevo.
Cariños,
Felicitas Rossi,
Directora Editorial
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