Me gusta creer que todas somos madres de todas. Que en algún momento de nuestra vida nos surge ese amor intenso que se transforma en cuidado. A lo largo de mi vida fui juntando madres –una amiga, una hermana, mi psicóloga, la señora que trabaja en casa, una jefa, mi primera profesora de pintura– y, por momentos, me convertí en madre pasajera de otros.
Hace unas semanas fui madre por un día de una señora argentina de 81 años desorientada en el aeropuerto John F. Kennedy, en Nueva York. Luego de que American Airlines cancelara el vuelo que nos traería de regreso a Buenos Aires y que las explicaciones en inglés no fuesen tan amigables para alguien que no maneja el idioma –"Tiene que ir hasta ese cartel verde, tomar el AirTrain, subirse al bus, bajar en el Hotel Ramada y pasar ahí la noche. A las cuatro de la mañana tiene que regresar aquí porque a las seis sale el avión"–, ella me miró con cara de desconcierto y me preguntó: "¿Me esperás, que vamos juntas?".
A partir de ese momento y hasta nuestra llegada a Ezeiza, fui madre de esta mujer que nunca antes en mi vida había visto y que es muy probable que nunca más vuelva a ver. La ayudé a hacer el check-in en el hotel, le hice de traductora, cenamos juntas, dormimos en el mismo cuarto –porque a ella le daba miedo dormir sola–, le presté mi teléfono para que llamara a su hijo. Nos contamos parte de nuestras vidas y hasta me confesó su secreto para llegar tan bien a los 81 (lo comparto: todas las mañanas, una manzana verde con semillas molidas de lino, girasol y sésamo). Se murió de alegría cuando le conté que trabajaba en OHLALÁ!, ella se hizo fan de la revista después de la tapa de Oreiro.
"Cómo no voy a comprar una revista que pone a Natalia en ruleros", me desafió.
Y éstas son las cosas que me encantan de ser mujer: podemos solidarizarnos ante el pedido del otro. Tener una charla como si nos conociéramos de toda la vida. Reírnos juntas. Estar atentas. Registrarnos. Y ella, quizá sin darse cuenta, también fue mi madre por un día. Me sentí terriblemente acompañada, me encantó escuchar su vida: nació en Francia, cerca de Lyon, y a los 20 el amor la trajo a Buenos Aires. El ya la dejó viuda, hace diez años. Pero antes, mucho antes, le dio tres hijos que hoy le dieron varios nietos. Me muestra las fotos que guarda en su billetera mientras me cuenta que hace teatro y, además, se anotó en un curso de cine. Porque la clave es mantenerse activa, dice. Escuchó mi vida, me dio consejos y en el medio de nuestra charla disparó: "Gracias por acompañarme, porque… ¿viste que juntas todo es mejor?". Y es algo que ya sé, que todas sabemos. Pero está muy bueno que alguien venga y nos lo recuerde: juntas es mejor. Y quizás una buena manera sea siendo todas madres de todas.
Porque yo prefiero creer que si alguna vez mi mamá se pierde en el aeropuerto de NY, va a encontrar una hija postiza que la ayude.
Directora Editorial
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