Portugal: eterno encanto
La ciudad capital es el principio y fin de un itinerario que vincula Coimbra, Buçaco, Porto, el Vale do Douro, Guimarães, Braga y Sintra a lo largo de un país de piedra y múltiples idiosincrasias. Para descubrirlo paso a paso y saborear su antigua esencia en un viaje exquisito
8 de febrero de 2007 • 12:07
Ciudad navegante: Apeñuscada junto al amplio estuario del Tajo, Lisboa supo durante siglos de gestas e incertidumbres ultramarinas. Y porque sigue siendo el punto donde el viejo mundo comienza, en el muelle de Alcántara atracan todos los cruceros que llegan a Europa. Impregnada de nostalgias coloniales, Lisboa guarda la apariencia fantasmal de un sueño literario.
Qué difícil lo tiene quien sólo dispone de un día para recorrerla. Un solo puñado de horas diurnas para aproximarse a sus reliquias históricas y bienes culturales, a sus viejos barrios y a la proyección de los nuevos. Una sola mañana y la tarde que le sigue para esto sí y lo otro no. Lisboa en un abrir y cerrar de ojos. Cuándo despegar los párpados, cuándo bajarlos.
Sólo la vieja ciudad de las colinas, desde las que se despeña en caseríos de múltiples circunstancias, demanda el tiempo de la distracción, inmedible por otra parte. Es preciso ir a la Alfama, de memoria árabe; tomar el elevador da Bica; mirar la urbe entera desde el romántico Mirador de Santa Catarina; pasar de la Baixa al Chiado, del Bairro Alto a Mouraria... Un día en Lisboa no es Lisboa en un día. Será una verdad de Perogrullo, pero conviene recordarla.
Allá los guías con su enojo si el sujeto insiste en caminar parsimonioso. Al fin de cuentas, vino hasta aquí para comprobar que el aire ya es salobre en la Baixa, umbral por el que los hombres salían a trazar caminos sobre el agua y por el que volvían a entrar, soberbios de descubrimientos. Los portugueses leyeron los mares con la precisión que podían darles las estrellas, tradujeron ese código estelar y así se arrogaron el derecho de inventar las cartas de navegación. Llegaron lejos y nunca se perdieron. Tarde o temprano, la Baixa los recibía para que allí descargaran fortunas en especias, oro, plata... Bacalao aparte. Cuánto bacalao llegando a puerto, santo cielo. Santo cielo no, santo mar que aún lo prodiga. Mucho bacalao en esta barriada, oreándose por miles las piezas, abiertas y descabezadas, expuestas al carácter húmedo de los días y las noches. De esa abundancia y la escasez de todo lo demás surgió el recetario más amplio que un pescado pudo inspirar jamás. No hay otro bacalao más delicioso que el de las mesas de Portugal, no hay.
La Baixa concluye en el Terreiro do Paço o Praça do Comercio, con la estatua de don José I y su primer ministro, el Marqués de Pombal, reconstructor de Lisboa después del terremoto de 1755. En el arco de triunfo, símbolo de la magna obra, se tallaron las figuras del marqués y de Vasco da Gama, quien de tanto hacerse a la mar agrandó la geografía de Portugal. Su gloria yace bajo piedra en el Monasterio de los Jerónimos junto a otro túmulo, el de Luis Camões, bardo que relató en ocho mil versos todas esas épicas.
Data de los siglos XV y XVI el monasterio, de estilo manuelino (léase gótico tardío + Renacimiento + aportes de los descubrimientos), expresión contemporánea del plateresco español, que encomendara levantar Manuel I.
Visitarlo en domingo implica enfrentar hordas de viajeros que, una vez adentro, tienen la recompensa de la misa cantada. Como si el determinismo de tamaña grandilocuencia arquitectónica no bastara, coro y órgano llenan todos los intersticios del templo hasta resonar en la telaraña mayúscula de arcos y bóvedas que componen el techo de la nave. A muchos les arrancan lágrimas, otros no paran de sacar fotos.
Por Rossana Acquasanta
Fotos de Santiago Porter
Fotos de Santiago Porter