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Recuerdos del sudeste asiático




La nota sobre el sudeste asiático, publicada el último domingo, me disparó una serie de recuerdos acerca de mi propio viaje a esa región, que hice junto a una amiga en 1999. Aunque pasaron casi 13 años desde entonces, las impresiones siguen intactas. Para no explayarme me limitaré sólo a Vietnam.
Cuando llegamos Ho Chi Minh, la antigua Saigón, la ciudad nos pareció un caos. No vimos colectivos, sólo carritos tirados por hombres. Había smog y hacía calor. En ese entonces, la ventaja del tipo de cambio hacía que todo nos pareciese baratísimo: pagamos US$ 5 la noche por un hotelito en el Distrito 1, una zona muy comercial y movida.
Acá todo pasa en la calle; la gente saca sillas playeras a la vereda y hace cualquier tipo de actividad in situ. Vi a una mujer depilándose la pera con pinzas, otra limándose las uñas, otra sacándole los piojos a un chico, gente conversando, otros simplemente mirando la gente pasar. Detrás de ellos, sus comercios.
Los carritos de comida con sus frituras casi las 24 horas impregnan la ciudad con un olor muy característico. Los chicos juegan alrededor de los grandes, nos miran y persiguen con sus risitas juguetonas.
Motos, bicis, transeúntes, todos se cruzan sin respetar las direcciones de los carriles. Parece un gran sálvese quien pueda, y lo sufrimos especialmente cuando nos tomamos los taxi-hombre, donde uno se sienta en la parte delantera de la bici y parecería que por la falta de visión del conductor se está al borde del choque constantemente; es como la montaña rusa. Y ellos se matan de risa.
Visitamos pagodas, la iglesia Notre Dame y el Palacio de la Reunificación, entre otros lugares. El museo de Crímenes de Guerra es muy conmovedor; muestra fotos estremecedoras y explica las secuelas y los remanentes de la guerra, como los efectos de los gases tóxicos en generaciones posteriores a los combatientes.
Navegamos en canoa por el Mekong Delta, que tiene el mismo color que nuestro delta y está rodeado de plantaciones de arroz. Visitamos gente en sus cabañas, construidas con las palmeras de agua, que viven a la vera del río. Nos dijeron que a sus muertos los entierran ahí mismo, en sus terrenos, para que los cuiden. Les compramos sus caramelos -de arroz, claro-, banana y coco, y una especie de tortillas dulces de arroz; vimos cómo las hacían.
En Nha Trang conocimos unos chicos que viven en una pagoda cuidados por los monjes. Hablan 5 idiomas: vietnamita, chino, tailandés, francés e inglés. Ellos nos llevaron a ver gran parte de la ciudad y sus monumentos, templos y parques, que recorrimos en bici.
Una noche nuestros amigos vietnamitas nos llevaron a un karaoke al aire libre. Vimos sólo un extranjero además de nosotras; el resto eran locales. Según lo que nos contaban, el karaoke era muy famoso entre ellos; practicaban bastante antes de subir al escenario, subían de a uno -no de a mil como hacemos en Bs. As.- y dejaban ahí lo mejor de ellos. Si a algún espectador le gusta especialmente el show del participante, al terminar la canción le deja una flor en el escenario.
Uno de nuestros amigos subió a cantar, muy romántico; le dedicaba la canción a mi amiga, ya que parecía ser su enamorado. Al terminar, ella le llevó una flor y subimos nosotras al escenario, ya medio entonadas con cerveza local. Pedimos música de fondo para cantar Corazones rotos, de Marcela Morelo (por supuesto nadie conocía a la cantante y mucho menos la canción, por lo que nos pusieron una música como de calesita). El pronunciado desentono fue tan bochornoso que yo no podía cantar por el ataque de risa que me dio, mientras mi amiga se enredaba con los cables y rodaba por el piso sin dejar de cantar. Los vietnamitas nos miraban atónitos, sin saber si reír o tirarnos algún tomate de su ensalada. Al terminar nuestro papelón, el único extranjero presente nos dejó una flor en el escenario.
Por Clara García Lanza
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