Lo que viví del 3 al 15 de mayo último más que un viaje fue una inolvidable experiencia: parte del Camino de Santiago a pie por el Camino Francés. Partimos -mi amiga Eugenia y yo- desde León, a un poco más de 300 km de Santiago de Compostela, previa estada en Burgos, ciudad que merece ser recorrida.
El Camino es increíble desde todo punto de vista: por un lado, el entorno natural que va cambiando notablemente desde el páramo leonés; luego las sierras castellanas y la ensortijada Galicia; desde la llanura infinita al verde absoluto e intenso de Galicia, además de las ciudades y los pueblos cargados de historia, hasta de los mismísimos antepasados celtas, como en O Cebreiro, murallas y puentes romanos, medievales y leyendas del lugar.
Por otro lado, la gente, los del lugar y los que caminan con uno, de todos lados, de todas las edades, ocupaciones, idiomas y culturas. Vivir en los albergues de peregrinos vale realmente la pena no sólo porque son impecables -al menos los que tuvimos la suerte de conocer-, sino porque hay un verdadero encuentro.
Lo mejor es lo que viví interiormente. Es un camino espiritual, y sentirse peregrino es indescriptible, ya sea por lo que a cada uno motiva como por el respeto y la consideración que provoca en gente que se cruza. Buen Camino es el saludo entre los peregrinos.
Llegamos a pie a Santiago de Compostela, ciudad maravillosa y cargada de historia, sobre todo en este Año Santo Jacobeo en el que está abierta la Puerta Santa. Luego fuimos a Finisterre en auto, donde los antiguos terminaban el Camino, sobre el mar. Para hacerlo, aunque sea una vez en la vida.