Fito me busca por la agencia porque decidimos hacer algo temprano y no acostarnos muy tarde. Vamos a tomar unos tragos a un bar del microcentro y después me lleva a comer a un bolichito peruano sobre Hipólito Yrigoyen que se llama Chan Chan. El dueño es un amigo del colegio de Fito que se asoció con un cocinero peruano y puso este lugar. Fito me agarra de la mano y me va presentando a todos como Sofía, una amiga. Obvio. Yo saludo y charlo con todos hasta que nos sentamos en la mesa. Leo la carta como tres veces y no sé si estoy nerviosa o qué pero no me puedo decidir por nada salvo por un ceviche mixto que no podía estar más rico y un pisco. Fito que es local y viene al menos una vez por semana toma el resto de las decisiones de la noche.
Con Fito se puede hablar sin parar; es de esos que nunca se quedan sin tema pero disfrutan cuando una les habla y está lleno de preguntas. Me contó que había cortado una relación hace un tiempo, me preguntó por mí (no entré en detalles), me contó de un viaje que tenía planeado a Cuzco y Machu Pichu, de su trabajo, la familia, los hermanos y cuando me quise dar cuenta estábamos hablando así tranquilamente agarrados de la mano. Mi cabeza que se relaja poco, adelantándose a los hechos se preocupó por la cebolla morada del ceviche pero asumí que estábamos los dos en igualdad de condiciones y disimuladamente a la salida me encajé un chicle. No tan disimuladamente se ve porque Fito estiró la mano y me pidió uno.
Cuando llegamos al auto, el vecinito de enfrente que me esquivaba con la bici, me mataba con bombitas de agua en carnaval y me saludaba tímido alguna mañana cuando se iba para el colegio, me dio un beso largo que me dejó casi muda el resto del camino hasta Palermo.