Taradísima

26 de octubre de 2011 • 10:50

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Qué raro es empezar en un lugar nuevo. No conozco a nadie, ni colegas ni pacientes. Nada.

Me trae recuerdos de mi infancia. Me costaba muchísimo hacerme amigos, no sabía cómo acercarme. Siempre venía mamá a hacerme de vocera, les preguntaba el nombre, les decía el mío, la edad y esas cosas. Yo me quedaba agarrada de su pierna, medio escondida, analizando las respuestas pero nunca sabía bien qué hacer después.

Lo mismo me sucedió cuando mis chicos empezaron el colegio (y también cuando los cambié a otro) con las madres de los compañeros. Una permanente sensación de no encajar, de que los otros tienen códigos que yo no, que se conocen de antes, de otros lugares.

Acá estoy, tomando un cafecito de máquina en un salón común, como la sala de profesores, que es donde todo sucede y a la que unos pocos tienen acceso.

Yo hoy querría tener una llave que me permitiera abrir la mente de esta gente que charla a mi alrededor, o en su defecto que viniera mi mamá a preguntarles cómo se llaman y cuál es su comida favorita.

Limitaciones.

O taras, mejor dicho.

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