Mientras camino y el piso va pronunciando mi sigilo me parece verte ahí sentada, en la escalera que te llevaba a la habitación de tu primer y último amor. Y mientras vos, Anna, te preguntabas por qué te sucedía aquello en la vida, o las razones por las que tu madre te regañaba tanto, o cómo transformarte en una persona adulta, es tu mismo padre –Otto– quien, luego de décadas de sufrimiento, pronuncia hoy con la dureza de un roble que los progenitores no conocen a sus hijos. Más paradójico resulta aún, mi querida, que hayan compartido casi dos años de encierro en unas pocas y ennegrecidas habitaciones de una casa de Amsterdam. Con él, tu madre Edith, hermana Margot, los van Pels (Hermann, Auguste y Peter) y el señor Pfeffer.
Debo confesar que pocas veces me envolvió esta sensación tan íntima como extraordinaria de entrar a la casa de alguien único en el mundo –cuando en realidad lo hacemos siempre que cruzamos una puerta–. Pero, aun así, dos veces se apoderó de mí el escalofrío de convertirme en algo así como el espectador y vocero ante el resto de los mortales. Y ambas, escenificadas sobre un piso de madera crujiente. Una, en Amsterdam (Holanda), y otra, en Viena (Austria), en la casa del padre del psicoanálisis. En el primer caso se atravesó el llanto en mi garganta, mares hubieran surgido desaforados (¿habrán sido tus lágrimas, Anna, las que aún pesan en la atmósfera de tu casa?).
El desfile de visitantes hizo que perdiera un tanto la noción del corazón para pasar a la de los oídos, pero aun así logré ensimismarme en un mundo de bombas y silbidos para tocar tu pared empapelada –que aún se conserva suave-, meter la yema de los dedos en el bajo relieve de la mesada de tu cocina –donde los alimentos libraron verdaderas batallas–, mirar hacia el techo por las escaleras del ático –las que te llevaron al primer beso–. Hasta sentí el perfume de las papas hirviendo frescas o echadas a perder –eso no importaba–, que a borbotones inundó mi nariz desprevenida. Vi el afuera, corrí las cortinas, ¡sí!, e intenté escuchar a los vecinos o detectar sus movimientos. ¡Pero qué cuidadosa debiste haber sido para no sonar el piso en las horas de trabajo del depósito! No lo dudo, también sentí tu sofocación y quise subir a contemplar mil lunas y a respirar otras mil horas de aire fresco.
¿Dónde ha quedado todo eso, Anna? ¿Cómo es posible que te hayan quitado el aliento? ¿En cuántas otras casas de la calle Prinsengracht acontecía la mezquindad intestina de un puñado de humanos desplazados? ¿Por qué solo una casa se hizo famosa? ¿Sólo tu diario fue escrito?
¡¿Cómo es que no hubieron tantos como refugiados o escondidos?! ¡¿Sólo una adolescente filosofaba en secreto?! ¡¿Dónde, dónde están los diarios de todas las casas?! ¡¿Dónde, por favor, dónde están los diarios de todas las Anna Frank?!
Gonzalo Bermudez