Venecia de ensueño

Arribar al casco histórico desde el aeropuerto con el vaporetto es toda una experiencia, ya que como no hay entrada a vehículos de ningún tipo, todo el mundo camina acarreando sus bártulos al llegar y al partir.

Yo llegué a Venecia al atardecer, un día caluroso a principio de septiembre. Me había bajado del vaporetto en San Marco ya que sabía que mi hotel se encontraba a pocas cuadras. La calle bullía de gente, caminando, mirando, sacando fotos, dándole de comer a las palomas… Lo primero que vi fueron las columnas con los leones frente al mar saludándome al llegar y las góndolas forradas en terciopelo. A la derecha, el Palacio Ducal (890 d.C.), imponente; a la izquierda, el Campanile (siglo X), y a unos metros, la Basílica, indescriptiblemente bella, con mármoles de colores inimaginables y mosaicos bizantinos. Los balcones de las casas me saludaban llenos de flores y los puentes se vislumbraban como corredores a lugares sorprendentes y misteriosos.

Las vidrieras de los negocios de alrededor lucían los colores del Renacimiento –el azul cobalto, el mismo de Tiziano y Tintoretto, y el rojo veneciano– reproducido cientos de veces, en miles de cristales. ¡Qué belleza! ¿Si la había imaginado? Muchísimas veces, pero ni mi frondosa imaginación, ni fotos, ni películas, ni siquiera la pintura de Monet en pinceladas rosadas y celestes podían hacer justicia a aquello que disfrutaba por primera vez.

La Piazza se abría ante mis ojos tal como en mi sueño, sólo que era infinitamente más hermosa. Mientras aparecían las primeras estrellas, las orquestas comenzaban a tocar su música y yo lloraba, allí parada, tratando de que cada detalle de la imagen quedara grabado en mis retinas y mi corazón. Una imagen absolutamente sobrecogedora que quiero guardar conmigo para siempre.