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Durmió 5 días en una carpa en El Impenetrable y la experiencia la transformó para siempre

Fundación Rewilding Argentina me invitó a tener la experiencia de dormir en El Impenetrable y así lo viví.


Acampamos en una playa desierta del lado formoseño.

Acampamos en una playa desierta del lado formoseño. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht



Sin pensarlo. “¿Querés venir con nosotros en carpa a El Impenetrable y conocer lo que hacemos ahí?”, me invitaron de la Fundación Rewilding Argentina. Dije que sí inmediatamente; ni dudé, tampoco evalué nada: me di cuenta de eso cuando ya estaba allá y sospeché que había sobrestimado mis aptitudes.  Es que no tengo mucha más experiencia en camping que algunos veranos de mi infancia. Me considero una persona con un estilo de vida muy urbano, más que la media. Me gustan los deportes extremos, pero estoy cero entrenada. Y los animales me fascinan, pero no soy particularmente valiente.

Todo esto lo reflexioné de golpe cuando vi lo que se venía en los próximos cinco días y fui consciente de que iba a salir eyectada de mi zona de confort. Eso sí, la promesa me daba el impulso necesario para no poner resistencia: tendría el privilegio de estar en un entorno natural virgen, en contacto directo con la fauna y la flora autóctona de la región de Chaco y Formosa, iba a visitar un territorio poco explorado de la Argentina, me acercaría a historias bien distintas, era aprender, desafiarme, hacer un verdadero detox… y eso que todavía no podía imaginarme todo lo que realmente me esperaba.

El contingente era de cinco integrantes y yo no conocía -hasta el momento- a ninguno de mis compañeros de aventura: Marian Labourt -la anfitriona, guía, conductora todoterreno y representante de la Fundación-, Florian von der Fecht -el fotógrafo profesional experto en retratar los paisajes argentinos de extremo a extremo-, Lo Gal -la agente de viajes que se dedica a promover entre extranjeros las maravillas de nuestro país- y Lu Peirone -la joven bióloga, doctoranda del CONICET que investiga a las hormigas cortadoras y es influencer en redes sociales-.  Allá fuimos.

Las carpas africanas cuentan con todas las comodidades de una habitación de hotel.

Las carpas africanas cuentan con todas las comodidades de una habitación de hotel. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht

Un oasis de biodiversidad

EI Impenetrable es un “parche” verde, salvaje, en el Norte de la Argentina. Su superficie de 128 mil hectáreas está en Chaco, a un río (el Bermejo) de distancia de la provincia de Formosa y se inauguró oficialmente como Parque Nacional en agosto de 2017, aunque desde hace muy poco se puede visitar. El Impenetrable es un pulmón de naturaleza protegida donde hoy conviven pecaríes, tapires, osos hormigueros, yacarés, pumas y yaguaretés con aves como la garza mora, el picabuey, las charatas, las golondrinas, el jabirú, cardenillas, pepitos, águilas negras y teros; un entorno donde proliferan especies de flora nativa como el bosque de timbó blanco, los vinales, algarrobos, el árbol jabón, los chañares, los palos borrachos y sauces. Además, es un lugar que ofrece la oportunidad de investigar científicamente en territorio, llevar adelante proyectos de conservación de especies y, también, la actividad turística en algunos momentos puntuales del año: de mayo a noviembre.

Al atardecer los murciélagos cazadores sobrevuelan.

Al atardecer los murciélagos cazadores sobrevuelan. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht

Un largo (y sinuoso) camino

Salí de casa a la madrugada. Taxi al aeropuerto. Avión de dos horas hasta Resistencia. Camioneta durante seis horas hacia La Población y tres horas más en 4X4 adentrándonos por caminos zigzagueantes entre vegetación exuberante.  La noche de un largo día de viaje nos encontró en medio de un palmar -el Glamping Los Palmares, precisamente- donde nos esperaba una ducha caliente en una carpa africana perfectamente acondicionada como una habitación de hotel: con sommiers y baño. Además, una rica cena preparada por Lara Said Stieg, una cocinera chaqueña avezada en deleitar los paladares con productos locales. 

Llegar así, en medio de la oscuridad, hizo que la sorpresa sucediera recién a la mañana, cuando vi -primero escuché- dónde estaba. ¡Y dónde estaba! Una locura… Al amanecer estalló un fragor de pájaros enloquecidos. Las charatas insistieron en aturdirme con su canto enérgico hasta que me desperté. 

Apenas abrí los ojos, pude ver a través de la cortina abierta de la carpa que estaba saliendo el sol y que nos rodeaba un monte espectacular: verdísimo y tupido. Ya nos habían aclarado que la carpa se monta sobre una tarima para “dejar circular libremente a la fauna” y ya que estamos, para no cruzarnos con… ¡una yarará!, por ejemplo. 

En medio del Impenetrable.

En medio del Impenetrable. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht

La naturaleza en contacto estrecho

Durante los cinco días que duró la travesía por El Impenetrable viví sin paredes ni techo: sólo lonas y la naturaleza misma. Dormimos en dos Glampings (Palmares y Bermejito), un camping público (La Fidelidad) y también hicimos camping libre en una playa completamente alejada de cualquier presencia humana más allá de la nuestra. El recorrido comenzó al norte del Parque: en Palmares. Ahí empezamos a adaptarnos al entorno con largas caminatas por bosques de alisos -a estos árboles los llaman palos bobos porque su madera es muy blanda- y vinales -cuyas espinas gigantes parecen dagas-.  

Al pie de sus troncos, los hongos -como si fueran hijos de peces y flores- abren las puertas a un reino fantástico mientras que las perfectas telas de araña parecen joyas preciosas al refractar la luz del sol.
También hicimos una cabalgata por el palmeral junto a Juan Tejada -más conocido como “Pirincho”- y una kayakeada de 9 kilómetros en el río donde pudimos ver de cerca a los yacarés overos.  Son impresionantes en su quietud, con esa expresión jurásica que impone respeto. Llevan la mirada fija asomando del agua mientras avanzan con una lentitud imposible y, echados al sol, con la piel opacada por el barro seco, son dignos de una tranquilidad imperturbable. 

En el kayak viene conmigo Darío Soraire, nacido y criado en Chaco. Conoce todo: puede decirme el nombre de cada planta, me cuenta sobre el agua caprichosa en que flotamos -es un río que cambia de curso todo el tiempo, que arrastra planos y forma bancos de arena por doquier-, me habla de cómo les impacta a las comunidades la llegada del turismo -entre la oportunidad de trabajo que les ofrece y el cambio de hábitos que les genera-, me explica por qué nunca ellos pasan hambre -el monte les da todo- y que reconocer cada una de las especies que me señala -las aves, los árboles- es algo que no recuerda haber aprendido, que le enseñó la vida, dice, mientras da una lección impecable y rema cortésmente a mi ritmo. 

Quisiera nadar, aprovechando que la tregua que dio el calor nos salva del peligro de las pirañas; lástima que, por esa misma razón, está demasiado fría. Me conformo con sumergir mis brazos y dibujar círculos.

El agua va a estar presente en gran parte de nuestro viaje. 

Desde Palmares vamos hacia La Fidelidad, en el centro del mismísimo Parque Nacional El Impenetrable, en dos tramos: recorremos los 75 kilómetros que nos separan de allí en lancha por el río Bermejo. A mitad de camino hacemos escala para pasar la noche en una playa del lado formoseño.

La arena es arcillosa y está íntegramente marcada de huellas. Hay grandes y pequeñas, redondas y puntiagudas. Adivinamos el paso de tapires, reconocemos las patitas de las aves, buscamos rastros de un puma -que ya reconocimos ayer en Palmares- y encontramos los de un felino, aunque parece ser sólo de un gato pequeño. Nos divertimos siguiendo los caminitos que deja algún gusano en la superficie y dibuja laberintos. 

Me quito las zapatillas y dejo que mis pies descalzos se hundan en ese suelo. El barro se escabulle entre los dedos y me atrapa, cuesta avanzar. Camino así un rato y, cuando miro hacia atrás, veo las huellas de mis piecitos de humana que arman una trama hermosa con las huellas de diferentes animales. Andamos por el mismo lugar, pienso y me estremezco.

En la estación biológica viven siete científicos.

En la estación biológica viven siete científicos. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht

Vida de camping

Dos carpas montadas sobre la arena, bolsas de dormir sobre catres, el baño a cielo abierto, el fogón, la mesa de camping con algunas sillas… la puesta perfecta se completa con la convicción de sabernos lejos de todo. A 40 km a la redonda no hay ruta alguna, ni casas, ni gente. 

Cuando el sol se empieza a esconder, aparecen los murciélagos cazadores con su coreografía colosal sobre el agua encendida por el ocaso. Apenas tocan la superficie del río en un vuelo veloz y rasante, consiguen la presa y se van. 

El cielo queda salpicado por millones de estrellas y la luna está casi llena. Esta noche es más cálida que las anteriores, ya no tengo que meter la cabeza adentro de la bolsa de dormir. Me abraza en un sueño profundo. Floto. 

A mi regreso, muchos me van a preguntar si no tuve miedo de que apareciera algún animal mientras dormíamos y mi respuesta sonará inverosímil: “¡Para nada!”. Es que hay algo de la inmersión pacífica y respetuosa en la naturaleza que genera una sensación de confianza mutua, carente de amenazas.

Nos despertamos tempranísimo. Hay que seguir. 

Desayunamos y volvemos a navegar. Ya lo había visto ayer y hoy vuelve a sorprenderme: las barrancas que sostienen a esos troncos flácidos de los alisos que están llenos de aves. El agua marrón grisácea es liviana y nos arrastra dulcemente en un tránsito que se vuelve una travesía inagotable.

Miren a la izquierda: una piara de pecaríes labiados baja al río a tomar agua. ¿Eso es una corzuela? ¡Sí! También la llaman guazuncho. No se pierdan el jabirú: es un ave enorme y camina como un anciano preocupado. ¿Huelen? son los garabatos en flor, ¡qué dulces! Presten atención: ese tas tas como una alarma de auto es el canto de la bandurria boreal. Otro yacaré overo por allá…
La garza mora levanta vuelo con elegancia y nos brinda un espectáculo de belleza inconmensurable. 

Así llegamos a La Fidelidad, donde era el campo del último propietario del terreno -Manuel Roseo- y hoy es el predio del Parque Nacional. El camping es público y de uso gratuito, hay tarimas para montar las carpas propias o también se pueden alquilar. Hay baños secos y vestuarios junto al comedor que maneja un grupo de vecinos y ofrece riquísimos platos típicos. Tomar una ducha caliente vale $500 y con agua fría podés bañarte sin pagar.

Nos ubicamos en unas carpas pequeñas, cerca de la orilla y salimos a recorrer senderos. Hay varios, de distintos niveles de dificultad. 

Caminamos en silencio y despacio, para no espantar a la fauna. Somos especialmente cautelosos cuando escuchamos el barullo que hacen los pecaríes: chasquean los dientes y se empujan frotándose entre sí. Eso además de oírse se huele, porque sus cuerpos desprenden un fuertísimo olor. Contrasta con el perfume de palos santos que trae de a ratos el viento.

Llegamos al pozo de los yacarés y nos apostamos en un mirador que es una pared de madera con ranuras para observar sin ser vistos. Da a una laguna que parece un pantano verde, porque está repleta de plantas acuáticas flotantes. 

Los yacarés se camuflan y hay que adivinarlos. Los largavistas nos ayudan a contarlos. Son siete. Y esperamos que vengan más. Pero no. Observamos durante casi una hora, hasta que el sol termina de irse y llega la noche, es como si no sucediera nada. Sin embargo, son tantos los detalles ínfimos que logramos captar y las sensaciones profundas gracias al nivel de concentración y conexión que tuvimos, que descubro por qué la verdadera experiencia de avistaje no se cuenta en cantidad de ejemplares.

En el Palmar después de la cabalgata con Pirincho compartimos una reparadora merienda.

En el Palmar después de la cabalgata con Pirincho compartimos una reparadora merienda. - Créditos: Gentileza de Gentileza de Florian von der Fecht

Andar El Impenetrable

Al día siguiente vamos hacia el último punto de nuestro trayecto: La Armonía.  Pasamos en el camino por un palo borracho gigante -se necesitan cinco personas para poder abrazarlo-, por el viejo casco de estancia donde vivía Roseo, vamos al Pozo La Gringa a visitar a Mabel Figueroa, una tejedora que recobró la práctica del telar de pie y crea unas mantas bellísimas con lana que ella misma esquila de sus ovejas y tiñe con chala de cebolla u otras tinturas naturales. 

También vamos a conocer la Estación Biológica. Son un par de carpas amplias que funcionan como espacio común de investigación y unas cuantas más que ofician de vivienda para una comunidad de siete científicos que, en medio de El Impenetrable, analiza en territorio y practica distintos proyectos de conservación. 

Débora Abregú es una de ellas. Llegó ahí por amor (no solo a la naturaleza, también a un biólogo del equipo) y se quedó.

Ella nos cuenta cómo las tortugas yabotíes que trajeron de Paraguay son una apuesta a la reforestación ya que ingieren semillas luego defecan en otro lugar expandiendo la siembra. También nos muestra en las pantallas cómo monitorean a Tania, la yaguareté con la que quieren seducir a Qarampta -el macho que es el único ejemplar visto en el Parque- para que se reproduzca esta especie ecológicamente extinta en la región que es clave como depredador tope. La reintroducción de especies es una de las principales tareas que lleva a cabo Rewilding.

Seguimos viaje y nos hospedamos en el Glamping Algarrobo. El deck de nuestra carpa da al río y a la selva. La vista no puede ser más impactante. 

Tenemos un rato libre, me sirvo un mate y abro un libro pero no puedo leer, no quiero que nada me saque de este lugar, estoy en un aquí y ahora mágico que no cambio por nada. 

La cena será en el patio de la casa de Esteban Argañaraz y Estela Castellano, donde montaron un quincho para ofrecer un servicio gastronómico a los turistas. El menú incluye zapallo relleno con vegetales, infusiones herbales, queso y dulce. 

Mientras comemos nos cuentan su historia y ella nos muestra orgullosa sus bordados. Los colores de los almohadones que están en las sillas compiten con los de las flores de su jardín, iluminado por una luna muy cinematográfica. 

Es la última noche, la aventura está por terminar. 

El amanecer es un espectáculo con vista increíble desde la carpa y la música de charatas.

El amanecer es un espectáculo con vista increíble desde la carpa y la música de charatas. - Créditos: Gentileza de Florian von der Fecht

¿Cuál es el mensaje?

Una sinfonía inesperada de monos aulladores me despierta al alba. Son animales que hacen unos sonidos extrañísimos, como guturales; producen un eco alucinante: son como bocinas, como rulos, como maracas. 

Me levanto con nostalgia anticipada. Cuando termine el desayuno que nos trajeron al deck de la carpa, vuelvo a Buenos Aires.

Los monos aulladores ya callaron. Se escuchan en cambio las aves, con su piar intermitente. 

Yo estoy en silencio, el cuerpo quieto y la mirada atenta. Tengo algunas picaduras en los brazos, las piernas cansadas, la mente despejada, la piel tirante de sequedad y tierra por todos lados; en el pelo, en las uñas. 

Observo en detalle. Distingo pequeñísimos insectos que vuelan. Las hojas se mueven en cámara muy lenta. El río  fluye denso. El calor que se levanta. 

Quiero volverme imperceptible. Me siento una intrusa, aunque no puedo evitar el encantamiento de ser testigo y parte de la maravilla que presencio.

Sé que voy a evocar este momento muchas veces cuando necesite calma. Respiro muy profundo y lo atesoro.

¿Cuál es el sentido de que yo esté acá ahora?, me pregunto.

Vi tanto en estos días, conversé con tantas personas... Vuelvo con exceso de equipaje en relatos e imágenes. Pirincho y sus caballos, Mabel en su telar, Mariela quien a sus 57 y después de una vida dedicada a la docencia es voluntaria en el glamping. Carlos con sus historias tenebrosas sobre el Pombero y la luz mala. Helen, la inglesa intrépida que viene de estudiar Guacamayos en Iberá. Las recetas de Lara, las experiencias de Débora para alimentar a la yaguareté. Darío el sherpa del monte, Karina la maestra de todos en la escuela local, Elsa y Esteban los anfitriones de la última cena, Alejandro el “sacha” biólogo que trabaja con las comunidades junto a Guadalupe. Vicenta que nos prepara una merienda como tantas veces lo hizo para los chicos de su barrio. 

Repaso mentalmente estos días; vuelvo a escuchar todo lo que me contaron y podría escribir muchísimo al respecto.

Sin embargo, la voz que quiero transmitir ahora es la de estos cantos, estas plantas, este río, esta naturaleza viva y rozagante. La escucho y la entiendo perfectamente, pero me doy cuenta de que soy incapaz de traducirla a nuestras palabras. Me llevo el compromiso.
Emprendo el regreso buscando el camino para que esa huella de mi pie en el suelo virgen encuentre sentido en algún lenguaje y se pronuncie.

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