Me levanté de la silla del café, pagué la cuenta y me fui. Sí, ayer en un rapto de lucidez, mandé todo al diablo; necesitaba ese tan preciado tiempo para mí.
Me está sucediendo MUCHO en estos días, vivencias que no siempre puedo decodificar con inteligencia; o que a veces, en otros casos, no me animo a exponer en este ámbito.
No estoy haciendo terapia encima. No tengo a quien llamar más que aquella mujer sacerdotisa de las que hablé hace varias semanas. Cosa que hago. Sí, sin dudarlo. Agendo un turno para hoy a la noche y luego me dejo llevar por lo que el cuerpo me va pidiendo.
Camino hasta a un árbol. Me siento. Cierro los ojos y dejo que el sol me mime el rostro.
Minutos más tarde entro en la librería del shopping como poseída. Como si me hubiera fumado uno de los de guadamo y no pudiera más que obedecer a una coreografía. "Autosuperación" leo a lo lejos. ¡Jaja! Allá vamos.
Miro para un lado, para el otro, no sea cosa que justo me cruce con alguien que me conoce (o peor, con alguien que me lee en este espacio) y tímidamente agarro un libro de los más básicos. Esos del estilo: "¡el poder es suyo, usted puede, carajo!"
La empleada me mira con cara rara, "y, bueno", pienso, "soy humana. Voy a pecar leyendo esto, todo sea por despabilarme a tiempo y no caer enferma."
¿Y saben una cosa? Hice lo correcto. Porque después de un rato de estar ovillada en un rincón del negocio, leyendo atenta las recetas de una tal Louis Hay... me levanto como si nada (o como si todo): con sed de revancha. Aplicando como una colegiala de 2do grado todas las instrucciones que me dieron.
Y pasadas 3 horas del instante crítico, me pongo a escribirles este texto con la certeza de saberme nuevamente en mi centro y SANA.
Sana, sana... ¡A ver quién confiesa hoy sucumbir cada tanto a la tentación de (abrir) los libros autoayudescos!
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