A 30 años del atentado a la AMIA: el impactante testimonio de Olivia Goldschmidt

Es 1994 y yo tenía tres años cuando explotó la bomba en la Amia. No sé qué hice ese día; de esa época solo me acuerdo de mi jardín de infantes. Adentro del Tarbut, a la maestra le decíamos “morá”, y se llamaban todas Deborah, Mijal o similar. Cantábamos canciones en hebreo y prendíamos las velas para shabat. Estar en ese colegio era como estar al cuidado de muchas versiones de mi mamá. 

Pasar por la puerta, sin embargo, era otra historia: había guardias vestidos de negro, con armas, que hablaban en código por unos walkie talkies de película. Los guardias te retaban si tardabas en agarrar la mochila o si te detenías a hacer cualquier otra cosa que no sea entrar o salir. Rápido. Daban miedo, pero eran buenos. 

En la cuadra más tranquila de Belgrano, sobre la vereda, había unos palos circulares, unas columnas más altas que los nenes del jardín. Sabíamos que eran “anti bombas” por si venía una camioneta a explotar el jardín.

A explotar el jardín. 

Afuera la Argentina, adentro la colectividad. En la puerta, una frontera más. Armada contra el terrorismo que se había quedado con la vida de judíos argentinos y con la complicidad de la justicia. Soy de la generación que fue al colegio con guardias y protección anti-bombas. Que en vez de juicios y condenas vio memorándums y a Nisman muerto en un Le Parc. Hoy más que nunca hacemos memoria y pedimos (algo de) justicia.