Recostado sobre más de 800 km del colosal Himalaya (en sánscrito bóveda del mundo) está el reino de Nepal, pequeño territorio de 140.797 kilómetros cuadrados que, juntamente con Bután, constituyen estados tapones entre los gigantes del Extremo Oriente: China y la India.
Ni bien se arriba al país, una palabra inicia y finaliza todo diálogo: namasté, algo así como Dios sea contigo.
Se pronuncia con las manos juntas y regalando una sonrisa, símbolo de cortesía y cordialidad.
La etnia nepalesa surgió de un complejo proceso cultural. Migraciones de pueblos mongólicos se vieron desbordados por contingentes indoeuropeos arios procedentes del reino de Gorkha. Así, los gurkas conquistaron el gran valle central, fijaron un idioma oficial y afincaron su capital en Katmandú.
En cada uno de los centros urbanos, Katmandú, Patán y Bhadgaon, todo gira en torno del Durbar Square (plaza del palacio), donde las antiguas residencias reales proponen un festival arquitectónico.
Ventanas cubiertas por pantallas reticulares, techos romboidales y balcones en madera dura labrada representan exponentes inconfundibles de las construcciones clásicas de Nepal.
Katmandú congrega a las mayores stupas del mundo: Swayambhunath o templo de los monos y Boudhanath. Alrededor de ellas existe un circuito devocional que se recorre en sentido horario, nunca en contra, y se lo denomina kora. Todo viajero capaz de superar barreras culturales y elevar su visión por encima de la pobreza y la superstición puede extraer de Nepal experiencias de singular valor.