El último recuerdo vívido que guardo de ella es de su mano. El último recuerdo palpable. Si cierro los ojos, todavía la siento. Tibia, temblorosa, gruesa, de piel finita. Me dio la mano la noche del velorio de Osvaldito, mi tío. Su primer nieto en llegar, el primero en irse, a sus 44 años.
Aquella súbita intimidad con la nonna, mi bisabuela, aquel contacto mano-a-mano era tan poco habitual que llegué a sentirme incómoda. Entre incómoda y halagada. Qué responsabilidad sostener su mano en semejante circunstancia.
La manera que la nonna tenía de demostrar cariño era a través de la comida. Ahí sí se excedía. Podía pasarse horas en la cocina, amasando, cortando los tallarines con cuchillo, preparando la salsa de tomate. Era tan generosa con los condimentos como con las cantidades. Y no sólo servía pasta, tenía la costumbre de antecederla con una entrada y sucederla con un pollo con papas y ensalada. Hoy la imagen de ella cargando la fuente del pollo me da ternura, pero en ese entonces, sentada a la mesa y ya a esa altura hinchada como un sapo, sólo buscaba excusas.
La visitábamos seguido. Siempre los días domingos. Yo vivía en Belgrano, sobre la calle Juramento, y la nonna vivía en un barrio que quedaba a unos 40 minutos de auto. Mi universo geográfico conocido era tan reducido que aquel trayecto se sentía largo. Había que salirse de los límites de la burbuja para ir a verla, y alguna que otra vez protesté por ello.
Qué ironía. Nunca imaginé en aquel momento que años más tarde yo me mudaría, por esos caprichos del destino, a la vuelta de su casa, ya con hijas. Con una madre viviendo en la provincia de Buenos Aires y un padre en la provincia de Córdoba.
La única que todavía vive en Belgrano es mi abuela. Increíble cómo se invirtieron los barrios y cómo éstos, en contraste con las nuevas referencias, se acercaron. Así y todo, no siempre encuentro el hueco para que mis hijas visiten a su bisabuela como yo visitaba a la mía.
Escribo estas palabras en parte porque me organizan, o mejor dicho, porque me ayudan a tomar consciencia: es esperable que mis nenas quieran instalarse en un eterno juego con sus amigas, tan atrapadas como están en el presente, pero empujarlas, llevarlas a visitar a su bisabuela, más allá de expandir su radio de movimiento, va a nutrir su vida vincular de una manera distinta.*
Paso todos los días por la puerta del edificio de la nonna y más de una vez pienso: qué fácil sería tocarle el portero. Cómo me comería un plato de tallarines con tuco. Cómo me gustaría volver a internarme en su departamento sólo para curiosear aquellos adornos de cerámica, entre angelicales y aniñados. Y abrir los cajones para robarle caramelos... y sentarme unos segundos en aquella cama tan alta, con colchas celestes (¿celestes?), sólo para preguntarme por qué la nonna dormía en una cama tan alta, "¿será cosa de vieja?"
Pero hay distancias que no se resuelven con un viaje. Distancias que anulan toda posibilidad de encuentro, de un encuentro humano, palpable, sabroso, incluso incómodo.
Hay distancias que me obligan a recordarme: No dejes de alimentar el intercambio de tus hijas con su bisabuela... ahora que ella está. Acá. Acá nomás. A 40 minutos de colectivo o auto. Casi a la vuelta.
¿Conocieron ustedes a algún bisabuelo? ¿Qué recuerdan de él o ella? ¿Cómo es el vínculo de sus hijos con sus abuelos (con los abuelos de ustedes)?
*Además de enriquecer la vida de mi abuela.
PD: Buscando foto de la nonna. Si la encuentro, la subo. Sigue abierto taller a la distancia (Un cuerpo que dicta): inessainz@msn.com ¡Buen miércoles!
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