A veces, mi corazón late denso, pesado. Lo puedo sentir ahí, palpable, presente, incómodo. Lo percibo como si fuera una roca que todo lo ocupa, cerrando mi garganta, mi estómago y mi respiración. Y entonces, una angustia rara se instala y me nubla los pensamientos; las emociones, como perdidas en una cueva desconocida, pasan por la tristeza, la ira, el enojo y la apatía.
Esto me pasa cuando hay algo que quiero decir y no lo libero. Cuando callo sentimientos, desacuerdos, enojos. Cuando no expreso aquello que mi cuerpo me pide a gritos que salga. Y en esa represión, mi corazón duele. Nunca supe bien por qué me cuesta tanto. Puedo sentarme a escribir y las palabras fluyen solas, fáciles, sinceras; pero justo ahí, cuando necesito sacar para afuera un sentimiento que involucra a alguien que amo, cuando es urgente decírselo mirando a los ojos, mis palabras desaparecen entre mi corazón y mi garganta. Mi voz se pierde o sale torpe, inexacta, atolondrada. Esto último es lo peor y lo torna todo peligroso. Sí, peligroso porque mis palabras, como un tornado incontrolable, toman la delantera y dicen de más, o de menos, o algo distinto a lo que en un principio pretendía expresar.
Creo que esta dificultad tiene que ver con varios factores. Por un lado, el deseo de no desilusionar, de no querer discutir, de no lastimar, de querer agradar, de creer estúpidamente que aquella persona que tenemos enfrente nos dejaría de querer un poco si expresamos algo que pudiera romper la supuesta armonía de la relación. Y entonces, para evitar el conflicto, uno reprime y guarda los sentimientos con la ilusión de que llegue el olvido y que ese enojo, esa tristeza o cualquier otro sentimiento contrariado que nos atraviesa, se diluya. Pero no se diluye, se acumula, se estanca y se transforma en resentimiento.
Pero hay otra situación de vida que sé que en mi caso colaboró a mi dificultad: estar involucrada en relaciones poco sanas, relaciones donde aquella persona que tenía enfrente no tenía interés en dialogar, escuchar. Es muchísimo más complejo poder expresar emociones con claridad cuando el destinatario nos anula, nos subestima y no nos ayuda a que juntos tratemos de desentrañar lo que nuestro corazón siente. Y en este tipo de relaciones envenenadas, esa creencia de que “si le digo lo que siento se va a enojar y me va a querer menos”, es real. Lo es, porque sencillamente allí, desde un comienzo, no hubo un querer. Ni por parte del otro, ni por parte de uno. Entregarse a esa “guerra fría”, como diría Diego, es rendirse a un estado desamorado, desconectado, que nos sume en la tristeza y nos aleja de nosotros mismos. Puede pasarnos con una pareja, con la familia, con amigos.
Para lo que sigue, les dejo esta canción emocionante. Visceral, Bunbury dice: Es hora de hablar de la quimera de otra vida, de lo que no supimos expresar, del trapecio que ante la nada oscila, de tragedias y triunfos que duran un segundo, de alterar el destino, y de la fábrica de hielo del olvido. Es hora de hablar, de las cosas rotas que no puedo arreglar, de que este humor no tiene que ver contigo (…..) Y que nunca hablamos de lo que hay que hablar, de secuencias de presagios que se cumplen. Y que quiero hacer muchas cosas por ti. Las más posibles.
“Después de todo lo vivido, aprendí a no callarme más”, me dijo Diego hace un tiempo, después de expresar algo de mí que le había caído mal. En ese instante, la situación me dio como pánico; yo también tenía cosas que quería decir, pero simplemente no sabía cómo hacerlo y callé. Pero como la mayoría de los seres humanos somos transparentes, a la mañana siguiente él pudo leer en mi rostro la angustia mal disimulada. “¿Estás bien?”, me preguntó. “Sí”, respondí dudosa. “Contame qué sentís”, insistió él. En su cara pude leer apertura, ganas de escuchar, interés. Y en su mirada, amor. Entonces hablé.
Hablé y fluyó. Hablé y no tuve miedo. Hablé y encontré las palabras que necesitaba y no me quebré – porque, a veces, cuando no sé cómo expresarme, lloro -, me abrí y en esa apertura no tuve miedo a ser imperfecta, a que me mire distinto, a que se desilusione de mí. “Tenemos que hablar siempre, Cari”, me dijo, “Nunca dejemos de hacerlo. Yo ya viví eso de no comunicarse y es horrible.” Sí, lo sabía, yo también había estado ahí.
Está bien manifestar los desacuerdos, expresar los deseos, comunicarse mejor. Porque expresar lo lindo y lo menos lindo, lo feliz y lo desagradable, nos afirma en nuestra relación con los demás. Porque sacar para afuera lo que nos quita el sueño, dialogarlo, compartirlo, destrabarlo, no sólo no nos aleja, sino que nos une más que nunca.
Y si expresar las emociones nos aleja, entonces sabremos que no estamos ante la persona correcta y debemos aprender a dejar ir. Soltar. Eso fue lo que hice con mi matrimonio, un espacio donde lo no dicho estaba todo junto ahí, atascado en mi corazón y sin salir. Y cuando uno entra en ese estado, hay peligro de acostumbramiento, de naturalización. Pero no, no es a eso a lo que nos tenemos que habituar.
Esta experiencia de las últimas semanas, la de dialogar escuchando, la de expresar opiniones encontradas sin sentirme en riesgo, es nueva para mí. Así como hace un tiempo dije que es difícil revivir un corazón congelado, hoy me doy cuenta que también es complejo aprender a expresarnos cuando venimos acostumbrados a callar nuestras emociones.
Por favor hablemos, expresémosnos, liberemos a tiempo todos nuestros sentimientos sin subestimarlos. “Tal vez te parezca tonto lo que siento”, me dijo Diego hace un par de días. “Lo que uno siente jamás es tonto”, le respondí, “Es un sentimiento. No se puede controlar y no es correcto o incorrecto.” Apenas saqué esas palabras para afuera, entendí que estaba ante un propio descubrimiento.
Y también entendí que me queda mucho por aprender. Que lo que nos pasa a nivel emocional surge y no se puede suprimir o racionalizar. Que si lo ahogamos nos mata por dentro y que, para vivir una vida liviana en el mejor sentido de la palabra, debemos liberarnos de las personas que nos coartan nuestra expresión y rodearnos de aquellos seres humanos que nos quieren bien, y que están dispuestos a compartir las alegrías y las cargas de la vida.
Porque la felicidad compartida se disfruta el doble y las tristezas compartidas, pesan la mitad.
Ustedes, ¿cómo se llevan con el desafío de expresar los sentimientos? ¿Les sale hablar en el momento o suelen reprimir lo que les pasa?
Beso,
Cari
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