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Carta a mi Mamá (por Fernanda)*




Mamá:
Para comenzar, si tuviese que resumir en una palabra lo que me provoca escribirte, diría que siento miedo. Sí. Miedo. Mucho miedo. Un terrible miedo.
Y no es que en estos 20 años no haya intentado apretujar en un papel el inmenso amor que siento por vos. Es justamente el vacío, la no presencia o la no respuesta lo que me más me atemoriza. Saber que te voy a escribir y que tendré que fantasear con lo que vos me hubieses devuelto de haber estado acá.
Es que si me pongo a pensar, me veo apenas una nenita, caminando las dos cuadras que separaban nuestra casa del correo, con la carta en la mano, expectante por hacer el envío e ilusionada esperando la respuesta.
Eso me aturde.
De verdad siento que lo que te pasó -lo que nos pasó- fue demasiado grave para nuestras cortas edades. Vos eras muy joven para enfermarte y para morirte. Nosotros, Papá, Germán y yo, muy chicos para entenderlo y procesarlo.
¿Cómo puede ser que una mamá se muera si su hija mayor ni siquiera terminó la escuela secundaria? -pregunté con inocencia cuando empecé la terapia.
No hay respuesta. El destino es así.
Tuve que convencerme a la fuerza.
¿El destino es así?
El destino es así.
Un hijo de re mil puta, Mamá.
Ya sé. Papá me enseñó que a la muerte hay que enfrentarla con entereza y con determinación. Sobre todo a celebrar el privilegio de tener al menos una vida.
Yo lo aprendí y encuentro la paz en mi familia. Pero, ¿sabés una cosa, Mamá? Tu partida para mí fue como un mazazo en medio de la nuca. Me enojé. Me llené de ira. Era innecesario. Fue inmerecido, sobre todo para vos, que habías escrito en la pared de la cocina: "Esta es una familia feliz. Renovemos todos los días nuestra promesa de alegría".
¿Qué parte de esta frase tan lúcida – y tan sencilla- no entendió el destino?
¿Podés entender mi miedo, Mamá?
A veces quisiera tener una especie de olla con la pócima mágica y tener la habilidad de revolver el menjunje con una palita para encontrar todas las respuestas. Resolver la incertidumbre de tener una "vida normal", con una mamá que banca mi adolescencia sufriente, que me encauza en el camino, que me pone en caja o atiende mis reclamos. ¿Qué será eso?
No te tuve ni siquiera para pelearte, Mamá. Ni siquiera para pasarte la factura de adolecer y querer desesperadamente diferenciarme de vos hasta asumir mi adultez, viéndote como una compañera de ruta, siempre alegre, dispuesta, generosa y risueña.
Algo sí tengo claro.
Fuiste una leona estratégica y táctica. Me dejaste a la abuela, tu mamá. Le hiciste frente a tu castigo como una doncella. O mejor, como una guerrera en la línea de fuego.
¡Qué ovarios tuviste!
Conservo en mi mente tus profundos ojos negros clavados en mí. Los veo seguirme de acá para allá, a los pies de tu cama, hablando con los médicos, con las enfermeras.
-¿Qué le va pasar a mi mamá?
- No hay respuestas. Es una velita que se apaga. Es cuestión de tiempo.
Y tu mirada encendida sobre mí, traspasándome el mensaje:
-Es verdad. Me apago. Este es el final. Pero tenés la obligación de honrar a esta familia por amor, por todo este amor que te dejo, por los años de alegría que te dejo a cuenta. Te dejo mi juventud. Mis recetas de cocina. La batidora roja para que batas el bizcochuelo 1 hora. No menos porque se baja. Te dejo las 2500 fotos que te saqué cuando naciste. La toallita del león amarillo que seguramente usarás con tus hijos. Te dejo la rosita rococó y los agapantos. Te dejo el rayito de sol, las tardes en el río embadurnadas de Sapolán Ferrini. Te dejo esa maquinita de coser que te compré apurada una Navidad y espero que me perdones por no haberte comprado el muñeco peladito que le pediste a Papá Noel. Te dejo el tapadito de pana azul y los vestidos de plumetí con punto smock que guardé en la caja de la ropita de cuando eras un bebé. Te dejo mi cajita de recuerdos, los boletos de ascenso al cerro Otto en Bariloche del año 74, cuando nos casamos con Papá; el bolso de mano de ATI, la empresa de micros que contratamos para el viaje. Qué más. Te dejo a mis amigas Lea Portera, Susana López y a tu madrina, Ana María. Te dejo a tu hermano. Por un tiempo también te dejo a Papá.
-Mirame, hijita, mirame. Es verdad. Me apago. Es el final. Te dejo con mi último aliento mi deseo de que seas una persona de bien, optimista, que valores tus logros. Te dejo la voluntad, hija. Te dejo la fuerza. Te dejo la constancia. Te dejo la vida.
-¡Mamá, por favor abrí los ojos, mamá!
¡Mamá!
¡Mamá!
Admiro la valentía con la que te fuiste. Y guardo adentro mío ese momento en el que, sin decirme absolutamente nada, me dijiste absolutamente todo.
Gracias por haberme dejado la vida.
¿Sabés qué deseo con todo mi corazón?
Volver a tu panza. Que nos volvamos a elegir, que me enseñes a cocinar, que me acompañes al jardín y luego a la escuela, que me abraces en los momentos difíciles, que nos peleemos, que nos amiguemos, que me aconsejes, que me calmes en los tiempos de angustia o de desconcierto, que me ayudes a preparar mi casamiento, que conozcas a mi amor, que seas una buena suegra, que conozcas a mis hijos y que seas una mejor abuela.
Que te pueda llamar.
Que atiendas el teléfono.
Que te mande una carta estando lejos.
Que me contestes.
¿Sabés qué sueño, Mami?
Que Dios nos señale. Que decida, por obra y gracia de su espíritu, cambiar el guión de nuestras vidas. Que dejes de estar muerta para volver a estar plena de vida al tiempo que yo deje de estar sólo viva para estar, sin dudas, radiantemente viva.
A veces me parece...
No.
A veces quisiera que este giro del destino hubiese sido solo un ensayo.
Y fantaseo con volver a ese instante inmortal donde nuestras miradas se cruzaron por primera vez. Volver a elegirte. Apretarte la mano. Confirmar que la vida nos dio otra oportunidad.
Si eso sucediera, querría ser otra vez tu hija.
Te quiero, Fernanda.
*Texto escrito en el marco del taller coordinado por Inés.

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