Cuando era chico, el mejor festejo de cumpleaños era un partido de fútbol primero y una merienda de panchos y Coca después. Invitaba a las nenas porque mi mamá me obligaba, y ellas se quedaban a un costado y jugaban a bailar, a hacer coreografías o se entretenían en el inexplicable y aburrido elástico.
Después, llegaron los asaltos a oscuras en el living, con lentos de Scorpions y con la seria chance de ganar un beso en la boca, de apretar con alguna chica que gustase de uno o que nos tuviera piedad por ser nuestro cumpleaños. El beso podía ser en el baile o en el semáforo o en el Verdad-Consecuencia.
De adolescente, el cumpleaños era amontonar amigos y amigas en un lugar para bailar, histeriquear y luchar por un premio sexual. No siempre terminaba bien. Y no tenía coronita el del cumpleaños. En esa época, el mundo empezaba a dividirse entre borrachos y abstemios, entre vírgenes y experimentados, entre pacatos y calientes, entre extrovertidos y tímidos, entre ombligos que intentaban destacarse toda la fiesta y el estereotipo de pseudointelectual que quería hacerse el interesante y se iba solo a un costado y hacía que pensaba y nos miraba a todos como desde un atril. Esos años se terminaron.
El problema es de grande. ¿Cómo festejar los cumpleaños ahora? ¿Hay que festejarlos? ¿Por qué? ¿Para qué? En realidad, vuelvo a la primera pregunta: ¿cómo? Intenté por todos lados. Me equivoqué y lo hice en un boliche: una de las peores noches de mi vida. Nadie lleva regalos a un boliche. Mis amigos se mezclaron con los desconocidos que bailaban como en una noche cualquiera. La música sólo permitió escuchar el feliz cumple de mis invitados para después verlos perderse por la pista. El boliche me dio unos cuantos vales para que todos pudieran tomar tragos. Se terminaron. Algunos se fueron sin tomar, otros pagaron, a otros llegué a pagarles. Creo que me fui llorando.
Lo festejé también en un pub con metegoles, pool, ping pong. A la hora se termina el chiste. Ya todos jugaron a todo. En un momento, la pelotita de ping pong se usa para jugar al metegol y los palos de pool rompen cinco vasos de vidrio. Llega la torta, se canta, se sopla, se van todos y uno se queda solo con los pocos regalos que llegaron. Triste.
Alguna vez lo festejé en mi casa, sólo con amigos hombres. No estuvo mal. Se habló de sexo, mujeres, fútbol y política con la boca llena de pizza y empanadas. Hicimos chistes infantiles. Alguno mostró sus nalgas. Nos reímos. Nunca más repetí ese cumpleaños. No tuve las agallas que hay que tener para defender la idea ante mi mujer.
Un año, arriesgué y organicé una reunión mezclando todo mi entorno, como si todo el peronismo se uniera en una noche: izquierda, centro, derecha. Estuvieron mi mujer, mi familia, mis amigos más viejos, mis amigos más nuevos, las amigas de mi mujer, compañeros de trabajo. Todos juntos.
No funcionó. No pude relajarme. No supe con quién estar. Sentí que nadie la pasaba bien. Que no merecía que todos estuvieran ahí por mí. Quise que terminara rápido. Sentí vergüenza por unos, por otros y por mí. Pensé todo el tiempo: "El año que viene lo festejo de otra manera". Ya es el año que viene, y ahora que lo pienso, sería lindo festejarlo con un partido de fútbol primero y con panchos y Cocas después?
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