
Si el doctor Freud, me tuviese recostada en su diván, no dudaría en hacer su dictamen, que sería más como una sentencia, sospecho.
Llegamos a la presentación de los vinos. Era un grupo chico. El enólogo amigo de Mariano y dueño de la mini bodega boutique, en realidad estaba testeando sus primeros vinos entre un grupo reducido de amigos. Gente divertida, todos muy simpáticos. El enólogo servía, hablaba, explicaba, servía, servía, servía. Me enamoré de un cosecha tardía, dulzón, frutado (como era de esperarse de un cosecha tardía, supongo) que me confundió y se hizo pasar por algún inofensivo juguito tentador. Pero no, era vino. Y es sabido que hay una cantidad de vino que puede consumir el cuerpo de una mujer. Bueno, mi cuerpo no dijo basta cuando debía. Supongo que tenía en mente esto de relajarme, de estar así como a punto para no pensar tanto, para dejarme fluir y todas esas cosas. Me relajé. Por demás. Ya me ha pasado, lo sé (esa vez en la fiesta con El Turco) pero esta vez lo que me pasó fue que me sentí pésimo y tuve que correr a casa y encerrarme en el baño con lo que creí iban a ser unas náuseas interminables. Mariano me dejó en casa, insistió en quedarse hasta que me sintiese mejor pero le dije que se fuera, que lo llamaba más tarde. En pocas palabras, no tuve segunda oportunidad. Queda pendiente.
Una hora más tarde, cuando logré reptar del baño hasta mi cama con un poco de dignidad, lo llamé. Estaba preocupado pero se reía. Yo también (un poco). Pero en realidad, lo que no me da nada de gracia es cuando mi inconciente me traiciona así de manera tan obvia, tan predecible el muy perro.
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