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El secreto del amor




Domingo de Pascuas. Son casi las cuatro de la tarde. En varios lugares del planeta hoy hubo y hay niños que jugaron a encontrar sus huevitos de chocolate. Los afortunados que están rodeados de amor, los bendecidos que pueden transitar esa magia de la vida que representa la infancia feliz; una infancia con campo para la imaginación, aventuras, fantasía. Inocencia.
Una infancia lejos de las estrategias, las dudas, los miedos infundados; lejos de los mensajes contradictorios. Lejos de la violencia. Puras ganas de jugar, de reír, de llorar, de descubrir las emociones que regala la naturaleza, la vida.
Campo para la imaginación

Campo para la imaginación

Todos estos últimos días me sentí así, de nuevo una niña; niña en el mejor sentido de la palabra. Como si el mundo fuera otro y hubiera decenas de cosas por descubrir, saborear, hablar. Nuevas situaciones por las que reír, a pesar de las condiciones humanas, a pesar de las tristezas inevitables de un universo complejo. A pesar de las injusticias. No deberíamos olvidarnos nunca de ese niño y de esa niña que viven en nuestro ser. Esa parte nuestra que exige del mundo lo que tal vez ni siquiera puede ser dado. Porque nos corresponde, porque queremos, porque tenemos ganas.
Para lo que sigue les comparto un tema de una de mis bandas favoritas de todos los tiempos. Una canción que amo con todo mi ser y que habla de que cuando uno quiere de verdad, tiene ganas de estar para el otro a pesar del pasado, a pesar de las falencias. A pesar de todo.
Es domingo y estoy con mi taza de té en el mismo rincón de siempre, con las mismas melodías que me acompañan cuando escribo. Es un ritual. Mi ritual. Podría estar en muchos otros lugares. Podría salir a caminar y dejar que el sol me abrace, tomar mates con una amiga, distraerme chateando de a ratos con el hombre con el cual estoy saliendo mientras él comparte la tarde con sus hijas. ¿Pero para qué esto último? Ya lo voy a ver. Porque hay ganas y eso me quita cualquier miedo de que no fuera a suceder. No me va a olvidar si no aparezco, no me voy a desvanecer.
Lo cierto es que no me importa que afuera haya sol, ni tampoco me importan las invitaciones declinadas por mi parte. Estoy exactamente donde quiero estar, haciendo lo que quiero hacer, porque un día descubrí que esto es algo de la vida que añoraba y entonces accioné. Por eso estoy acá: porque tuve ganas y trabajé para ello. Cuando hay ganas, hay tiempo.
Y con la certeza de que el secreto está en las ganas, hoy más que nunca soy consciente de lo simple que puede ser la vida en varios aspectos, si nos lo proponemos. Por sobre todo, lo simple que puede ser el amor. Una de mis amigas del alma siempre me dice: “el amor es fácil, nosotros somos los complicados.”
Amor y juego

Amor y juego

Sí, nosotros nos complicamos por los miedos y nos paralizamos. Caemos en la híper racionalización y el auto boicot. Y en esa vorágine, nos olvidamos de que el amor puede fluir como un río entre montañas precipitadas. Naturalizamos los silencios, aceptamos las manipulaciones, caemos en las estrategias, en la tensión del orgullo, en la trampa del ego, en el pánico por ceder o deslizar palabras demasiado afectuosas; gestos y caricias que espanten a ese destinatario de nuestro amor. Falso amor. Porque el amor no sabe de tiempos manipulados. El amor tiene ganas. Para el amor, el tiempo es siempre ahora.
Porque el amor quiere sentir, quiere abrazarse, fundirse y besarse. Quiere explorar y descubrir. Quiere conocer e imaginar al niño interior que hay del otro lado para unir las piezas faltantes, aquellas piezas que conforman la totalidad de ese ser. El amor tiene ganas.
“¿Nos vemos más tarde?”, decía hace unos días el mensaje del hombre con el cual estoy transitando una nueva historia de amor. Eran las siete de la tarde y yo me había ido de su casa a las cinco, después de dos días seguidos de estar juntos. ¡Nos acabábamos de ver! Por un segundo me sentí desconocida, rara en algo que hace años no me pasaba: estar ante alguien que tiene ganas y estar desarmada de estrategias. También recordé una frase de Chesterfield de 1774 en sus cartas a su hijo: Un gran hombre demuestra su espíritu con palabras delicadas y acciones firmes. “Dale”, le contesté, “¿vamos a comer a ese lugar que dijimos?”
Yo también tenía ganas.

Con ese simple diálogo, tuve la clara revelación de como en estos últimos años, sin querer, había naturalizado las estrategias del amor. Había aceptado las reglas del eterno cazador, el que disfruta más de la tensión que del compartir. El hombre al que constantemente hay que decirle que aprecie lo que tiene, antes de que el tiempo le enseñe a apreciar lo que tenía. Había caído en el juego de los eternos idealizadores. Los que construyen en su imaginación el ideal y por eso le temen a lo concreto. Le temen a la cotidianeidad que viene a destruir su enamoramiento hacia la nada misma. Había naturalizado y justificado el comportamiento del hombre que no tiene reales y verdaderas ganas.
Y eran mi espejo. Porque quedarme en ese juego, significaba que yo era igual. Lo mío también era una ilusión. También carecía de ganas genuinas.
Hoy, como una niña, lo veo todo más simple. Hoy me redescubro en nuevas sensaciones, convencida de que desprenderse de la tendencia manipuladora que incorporamos de adultos, es posible.
El secreto está en las ganas.
Ustedes, ¿también creen que el amor es fácil y que los complicados somos nosotros? ¿Les cuesta escapar de la tendencia adulta a manipular y trazar estrategias?
Beso,
Cari

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