Venía de una mañana rara.
No desorganizada, sí sensible, desencontrada conmigo misma.
Siendo la hora, fui a buscar al jardín a mis hijas.
Cuando China salió, con Lupe ya subida al coche, le recordé: "Chi, hoy es lunes... " Y antes de que continuara ella negó con la cabeza. Sin dudarlo. Sin dejar abierta la posibilidad (como sucedió la semana pasada) de que yo piense: "quiere, tiene el deseo pero la timidez la frena."
Y aún así, insistí: "dale, China, si siempre estás pidiéndomelo (lo cual es cierto)." Lo dije, sí, aunque en el fondo me sintiera incapacitada de convencer a cualquiera de lo benéfico de ponerse a hacer payasadas (de asistir a sus clases de juegos teatrales, de eso hablamos)... en un día donde había estado juzgando el libre decir y el libre hacer con juicio severo.
Me pesó mi propio miedo, me pesaron mis propios límites. Los sentí ahí puestos, en un espejo.
Y cuando estaba a punto de ceder, de decirle: "masí, que se vayan todos al diablo, Chi, todos los payasos y sus risas falsas, no tienen nada que enseñarte, hija..." justo en ese momento, una voz muy familiar le tiró: "Dale, Chini, es importante que vayas..."
Fede, marido, se había caído de sorpresa y estaba irrumpiendo en escena en el momento más indicado. O por lo menos yo estaba necesitando ese empujón...
El empujón que finalmente nos permitió llevarla hasta la puerta, subir las escalera, descalzarla, sacudirle la arena de las medias y en eso, "dámela", dársela a upa a su profesor.
Y el empujón que a ella le permitió en segundos superar parte de su vértigo y zambullirse a estar con los otros niños de la clase... tímidamente, observándolo todo, pero sin dejar de estar ahí, presente, viviéndolo.
(espero no estar equivocándonos).
¿Qué piensan? ¿Cuál fue el último empujón significativo que recibieron?
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