*Este texto fue escrito por Fernanda en el marco del taller, a partir de una consigna titulada: "marcas de la vida". No podía dejar de publicarlo.
UNO
Hay acontecimientos en la vida que te marcan para siempre.
Hay marcas que dejan huellas muy profundas. Unas más visibles, claro. Las arrugas que aparecen por el paso del tiempo. La piel de las manos que va resecándose. Las uñas quebradizas. Las estrías de tanto ajetreo, subir, bajar, embarazarse, subir, bajar, y así. Todas esas marcas están y si uno las ve en el espejo puede angustiarse o preocuparse. Pero lo cierto es estas marcas constituyen fe de la propia existencia.
Hay otras marcas, sin embargo, que entran al torrente sanguíneo como un veneno. O como un milagro.
Esta es la historia del día en que mi papá me pidió que lo acompañase a hacer un trámite. Yo no sabía cuán hondo iba a calar ese trámite por el resto de mis días. Sin embargo, sucedió.
Mi papá había estado con dolores de estómago por más de dos años y nunca había querido consultar a un médico, o al menos eso me había dicho. Él tenía por costumbre auto-diagnosticarse y había decretado que se trataba de acidez. Culpaba, en primer lugar, a la telefónica, su espacio de trabajo por más de 30 años. Y en segundo lugar, a la comida que el definía como "alegre": sándwiches de jamón crudo, salamines, longaniza y queso fontina. La picada, el momento de mayor goce y relax que se repetía a diario. De las dos, la primera era "la venenosa". La otra, "un mal necesario".
Todo para mi papá admitía un costado jocoso que lo hacía único. Y hablaba así, siempre con doble sentido o con sentido inventado. Él tenía otras palabras para definir las cosas de lo cotidiano, era su forma de divertirse.
Un día me sorprendió que fuera tan exageradamente explícito con los términos. Sin mayores rodeos me preguntó si podía acompañarlo a una consulta médica. Me llamó la atención llegar al consultorio y que el Dr. lo llamara por su nombre de pila. "Bueno", me dije, "será que se conocen. El pueblo es chico. El doctor Ramos debe ser cliente de la oficina".
Una vez adentro, el Dr. sacó una carpeta con varias fichas manuscritas. Las repasó. Mi papá le entregó un sobre color madera con cuatro hojas membrete. El médico revisó detenidamente los documentos y le hizo un gesto de confirmación con la cabeza. Mi papá se paró de un salto. Dio un par de pasos, se tocó la pera, me miró y se obligó una sonrisa. Después respiró profundo y preguntó:
-Doctor, a mi dígame la verdad, tengo 49 años y si me voy a morir quiero saber cuánto tiempo de vida me queda
- Miguel, hay muchos tratamientos, hoy día la ciencia ha avanzado mucho
-¿Cuánto?
-Mirá, te propongo empezar con rayos...
-Perdón, no le quiero faltar el respeto ¿usted es médico o pelotudo? ¿Cuánto?
-Un año, Miguel.
-Muy bien, gracias por su honestidad, doctor, era eso lo que esperaba de usted.
-Negrita, acompañame que tengo que hacer un trámite -le extendió la mano al médico y nos fuimos.
Mientras tomábamos el ascensor yo no salía del estado de shock. Mi papá estaba como si le hubiesen dicho que tenía un resfrío. No paraba de hablar. Tuvo así como un impulso, una necesidad urgente de explicarme el significado del ciclo de la vida de golpe, muy consciente del reloj de arena que acababa de darse vuelta en el consultorio del doctor.
-Lo que voy a hacer no es para que te preocupes ni te amargues. Te traje al médico para decirte la verdad y porque quiero prepararte. Quiero que sepas que estoy feliz con esta vida que me tocó. Te pido perdón porque tal vez no fui el padre que a vos te hubiese gustado tener, pero traté de hacerlo con esmero. ¿Sabés lo que pasa, Negra? Es que a mí me costó ver morir a mi papá cuando me faltaban unos meses para cumplir 10 años. Nadie me contó nada. Un día vinieron y me dijeron: "Negrito, se murió papá". Yo no entendía nada. Ya sé. Era chico. Pero yo digo, ¿no es mejor que a uno lo preparen en vida para la muerte? Resulta que un día estás pensando que vas a ir a pescar con tu papá, que le vas a ganar la apuesta que hicieron el domingo anterior y que van a volver con 2 kilos y medio de mojarras parrilleras y ¡zas! Te desayunan con que tu papá se murió. A mí no me gustó eso. Porque yo lo extrañé a mi papá. Te juro que acumulé tanta rabia que terminé rompiendo la caña de pescar y revoleé los anzuelos al río. Después de grande me di cuenta de que la pesca era lo que me conectaba con mi papá y volví a comprarme una caña con reel, la gris, esa que llevamos a la orilla del dique los fines de semana (...) Por eso, mi amor. La verdad es que puedo parecerte cruel pero yo quiero que sepas cómo van a suceder las cosas. Lo cierto es que no sé mucho de cómo ser un buen padre ¿viste? Pero prefiero la cruda verdad a la angustia del desconcierto. Siempre con la verdad. Vos no te tenés que hacer problema por nada. Este boludo del médico me dijo que me queda un año de vida, ummmm, qué hambre tiene, no sabe que yo, Miguel García, el gran Miguel Ángel García, tengo cuerda para rato.
DOS
Mi papá nació el 29 de agosto de 1949 en el Cuartel Segundo del partido Marcelino Ugarte. Cuenta mi abuela que era una mañanita fresca pero soleada y que lo parió casi sola en el medio del campo. Al parecer, según sus propios cálculos, las fechas indicaban que nacería a mediados de septiembre. Pero como en esa época no se usaba ni control médico, ni ecografía ni test genético, mi abuela no se anduvo preguntando demasiado cómo proceder. Había tenido dos hijas y todo indicaba que estaba por nacer la tercera. Dejó a las nenas en la cocina y llamó Doña Elsa, una vecina de la zona. Nomás ahí, en la cama de su cuarto, lo tuvo mi papá con 4,100 kg. Hermoso, de tez morena, ojos de aceituna y peluquita café.
Mi abuela decía que su destino era tener hijas mujeres. Y como la vida le había regalado el milagro de quedar embarazada por tercera vez cerca de los 40, ella se había preparado un set de batitas y mantillas de color rosado bebé.
Cuestión que mi viejo anduvo vestido de rosa sus primeros 45 días. Mi abuela lo contaba con mucha gracia. Hasta le había dicho que se iba a llamar María Teresita y que Miguel Ángel había sido elegido en el momento, ante la sorpresa. Mi papá la cargaba y le decía: "¡qué flor de sorpresa te llevaste, Vieja!" y los dos se reían a carcajadas.
Mi papá fue muy compañero de su mamá. Y la historia de las batitas rosas siempre aparecía para rememorar lo terriblemente humildes y pobres que habían sido en el pasado. Primero por esto, y luego por la vida misma que le tocó, él decía que había tenido que hacerse hombre a la fuerza.
TRES
-¿Adónde vamos, Papá? –preguntaba yo insistentemente mientras caminábamos rapidito por la vereda hasta la calle donde estaba estacionado el auto. Mi papá me llevaba agarrada del hombro y del lado de la pared mientras tarareaba el tango Volver.
Casi llegando a destino revolvió su bolsillo buscando las llaves y así, como si nada, me dijo que estábamos yendo al cementerio parque El Campanario. Yo enmudecí. Se me nubló la vista. Pensé en mi mamá. En mis abuelas. En su mamá, que aún vivía y esperaba verlo a él, su hijo varón y única debilidad. Pensé en las coronas, en mis trabajos como escriba en la florería de Ana María, en el olor de los velorios. Y recordé lo inmensamente angustiado que estaba el día que murió mi mamá por no tener un espacio donde dejarla descansar en paz. Fueron unos minutos de impacto en los que mi cuerpo frágil se inundó sólo de muerte.
No bien me sobrepuse le volví a preguntar para qué estábamos yendo al cementerio. Y él, con esa entereza tan suya para recuperarse ante cualquier caída, insistió: "vos acompañame a hacer este trámite. No vaya a ser que mandinga meta la cola y me mande a llamar antes".
-¡Papá! -reaccioné enardecida y llena de odio-. ¿Podés dejar de hablar así. El médico dijo que podés hacer un tratamiento. ¿Por qué no hacemos otra consulta? Venite a Buenos Aires que te llevo al Hospital de Clínicas.
Yo no quería acompañar a mi papá a hacer lo que estábamos yendo a hacer.
-Negrita -con tono calmo y resignado- ¿cuánto más puedo vivir con tratamiento? Mirá yo me lo voy a hacer, pero la verdad, la ciencia habrá avanzado. Yo descreo bastante. El cáncer es cáncer. La vacuna todavía no existe. Además, el cáncer no mata Negrita, lo que mata es la entrega. ¿Vos crees que yo, justamente yo me voy a entregar? ¡Ni loco! Le voy a hacer la vida imposible al de arriba antes de que me lleve. Él no lo sabe, porque anda detenido en cuestiones mucho más importantes, pero yo aprendí que uno puede burlarse de la muerte
-Ah sí, ¿cómo?
-Riéndose de ella. Haciéndole creer que uno está entregado. "Bueno, ¿me vas a llevar? Dame un ratito que me tengo que organizar" -decía mientras destrababa la cerradura del auto.
-Vamos, hija, vamos a burlar a la muerte.
CUATRO
Tomamos la ruta ocho de camino al cementerio. No tuve forma de hacerle entender que yo no quería hacer eso. Él hizo chistes todo el viaje. En un momento hasta prendió la radio solo para aconsejarme que no debía escuchar a Magdalena porque él la consideraba una "vieja pavota y sin escrúpulos". Me pidió que le cebara mates y que les pusiera bastante azúcar ("total de algo hay que morir"), se reía sin parar. En realidad por dentro lloraba, sin consuelo.
-Reíte -me decía-. En la vida hay que reírse. ¿Te acordás esa vez que los llevé a pasar Año Nuevo al camping de Somisa y a las doce menos cuarto de la noche les dije: "bueno, nos vamos, nos están comiendo los mosquitos"? Cada vez que me acuerdo me descostillo de la risa. Me parece ver sus caritas de desilusión porque nos íbamos a perder los fuegos artificiales que estaban preparando los de la carpa vecina. Ahora, no me vas a decir que no los sorprendí, a las 12 paré el auto en el medio de la ruta y saqué la sidra de la Helatodo para brindar. ¿Viste que yo tenía razón? En el medio de la nada, los fuegos artificiales se vieron increíbles.
-Vos siempre tenés que ver el costado positivo. El vaso medio lleno. ¿Sabés por qué?, porque así uno vive más feliz. No digo que no enfrentes los problemas, al contrario. Hay que enfrentarlos. Pero con entereza y con determinación. Mirá, este cementerio parque me gusta.
-Papá, me quiero ir, ¿qué hacemos acá? Vamos papá, vamos. ¡Estás loco! Qué bicho te picó, papá, vamos, vamos -yo sabía exactamente lo que mi papá quería hacer. Podía adivinarlo, intuirlo. Eso teníamos con mi papá, que conectábamos mentalmente y cada uno sabía perfectamente qué estaba pensando el otro.
-Quedate tranquila, hija. Este trámite quiero hacerlo yo.
-Señora, vengo a comprar una parcela.
La señora del cementerio nos hizo sentar y desplegó una serie de folletos con fotos muy verdes del lugar. Mientras nos explicaba las cuestiones administrativas mi papá repasaba las fotos, pensativo. Cada tanto decía que el verde le trasmitía mucha paz y corroboraba mirando hacia la ventana que el espacio efectivamente tuviese flores silvestres. Se escuchaba el piar de pajaritos. En un momento se lamentó que no hubiera nogales y recordó que cuando él era chico había plantado un nogal en campo. Yo le dije que podíamos ir a verlo, para comprobar su nobleza y cuánto había crecido. Él me dijo que yo debía plantar un nogal en otoño porque ahora, en primavera, estábamos en época de floración y no era conveniente.
La verdad es que resistí todo lo que pude. La conversación sobre nogales me hizo enfocar por unos minutos en otra historia, quizá la mía, la futura. Pero inmediatamente volví y me puse a llorar, desconsoladamente. Mi papá me abrazó fuerte. Fue lo único que hizo, un minuto de silencio. Su propio silencio. Después me secó las lágrimas con un pañuelito de papel y me guiñó un ojo.
-Bueno señora, muéstreme la parcela. La única condición es que tiene que estar cerca de la puerta porque a mí me gusta salir de noche, y me gusta viajar ¿Y quién sabe si éste no será el viaje más espectacular de mi vida? –La señora del cementerio entró en estado de shock.
Mucho tiempo odié ese estúpido minuto en que mi papá tomó la decisión de anticiparme su muerte de manera tan desalmada. Se lo reproché, claro, como pude. Sin embargo, cuando fui mamá lo entendí. Pude ver a ese chiquito de 10 años, lleno de preguntas, imaginando la forma de seguir su vida sin su papá, buscando respuestas sin que nadie pudiese ofrecérselas. Pude verlo a él, siendo papá, queriendo que a mí no me pase lo mismo. Pude comprenderlo en su decisión íntima, transmitiéndome sus enseñanzas, mostrándome determinación, valentía y mucho coraje. Lo sentí preocupado en cómo decir y hasta dónde decir lo que debía procesar para su propia entraña, dejándome al menos una mirada risueña de eso tabú y tenebroso. Me acerqué a su corazón, queriendo vivir la juventud de sus 49 y teniendo que aceptar, a la fuerza, el vacío y el final de todo: ensordecedor, rotundo e inminente. Y aceptarlo, por supuesto, sin sentir –quizá por primera y única vez en su vida pidiéndome que lo acompañe- el peso de la soledad y el agobio del miedo.
Pobre mi papá. Pienso que el padecimiento que le tocó es la forma más inhumana de vida. Ahora entiendo que haya querido encontrar la paz en ese campito con flores silvestres.
CINCO
Mi papá murió el 18 de marzo de 1999, seis meses después de enterarse que le quedaba 1 año de vida. Capricho del destino que quiso que se fuera el día del trabajador telefónico. Había cumplido 49 en agosto y proyectaba a los 50 abrir una librería y hacer un asado de presentación.
Tenía cáncer en el estómago y en el páncreas.
Los últimos meses había hecho una huerta orgánica y estaba esperando cosechar lechuga y tomate para el asado inauguración del proyecto. Le gustaban el mate con azúcar y los triangulitos Hojalmar. Amaba la pesca. Estaba de lo más intrigado con la pesca con mosca y decía que, si la librería funcionaba bien, se iba a hacer una escapadita al sur para estudiar el tema.
Se casó con mi mamá a los 21 y al año siguiente me tuvieron a mí. Con 5 años de diferencia nació mi hermano Ignacio Miguel. Discutieron bastante sobre el segundo nombre. Él decía que no hacía falta ponerle su nombre porque los dos llevábamos su marca. Mi mamá decía que Miguel era una tradición familiar y que no había que cortarla. Miguel, Miguel Joaquín, Miguel Ángel e Ignacio Miguel. Finalmente aceptó porque decía que las mujeres, como los clientes, siempre tenían la razón.
Después mi mamá se enfermó, y murió. Él pensaba que la vida había sido muy injusta con María. Pensaba que la vida había sido injusta sólo con ella. No con él, que se había quedado viudo a los 38 –casi mi edad ahora - con dos hijos de 17 y 12.
Al tiempo volvió a formar pareja y a los 46 años tuvo a su tercer hijo, mi hermano Mariano. El día que se enteró vino a contármelo y me dijo: "Negrita, estoy un poco viejo, yo ya los tengo a ustedes, que son lo que más amo en la tierra, pero bueno, vas a tener un hermanito". Me lo dijo con alegría, con resignación, con cierta preocupación y también con esperanza.
Desde que le diagnosticaron cáncer no hizo más que inventar cosas para hacerme reír. Fue como un Patch Adams pero al revés. Él me contuvo a mí, y a mis hermanos, por supuesto. Hasta el último minuto hizo chistes como por ejemplo: "quédense tranquilos, en breve estaré en el infierno para estar más calentito" o "ay Dios, tomar este mate lavado en el país de la yerba. Llevame ahora San Pedro"
Para su propio final él hizo de la ironía su arma letal. Y no se equivocó. Es que en toda esa locura, ese humor negro y esa forma particular que tenía de encarar las cosas, nos habló muy claro sobre la muerte. Aquí no hubo ni significados ni palabras raras. Cada uno de sus actos fue bien concreto. Nos dijo que a la muerte había que enfrentarla y aceptarla simplemente como la otra cara de la vida. Así se despidió, y se fue.
El día que murió yo estaba trabajando. Me llamaron y me dijeron: "Negrita, se murió papá". Yo entristecí infinitamente, pero también sentí que él ya me había preparado para eso.
Ésta es mi marca. La llevo en el cuerpo. La llevo en la mente. La llevo en el espíritu. Mi marca de vida. El papá que tuve, tener algo de su carácter y parecerme físicamente a él. Que mi hijo mayor tenga su color de ojos y mi hijo menor sus pies. ¿Será que uno puede burlar la marca de la muerte sólo cuando ha comprendido la huella profunda del milagro de la vida? Estoy convencida.
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