Me pasaron las mil y una, las mil y 2, las mil y tres, las mil y 4 , las mil y 5, las mil y 6 días...
Seis días de vacaciones en Tigre con hijas.
¿Qué no nos pasó?
Los primeros 4 días fueron literalmente una carrera de obstáculos. Días de super-vivencias.
Cuatro primeros días con hijas y amiga e hijos.
Los últimos dos con Camilo y Matilda, bueno, el último todavía es una incógnita, el anteúltimo está sucediendo y ya el hecho de que me haya podido escapar de hijas y Matilda a escribir este texto es toda una proeza.
Pero vayamos por partes. O mejor dicho, vayamos a los hechos:
PRIMERA PRUEBA: Un peso pesado
"¿Llevamos una mochila cada una?", preguntaron hijas. "Llevemos mejor la valija con ruedas", resolvió la madre. ¿Valija con ruedas a una isla de Tigre? Más todavía, salí de casa convencida de que era elección correcta. A la valija le sumé una cartera y una bolsa con botas de lluvia y buzos que quería tener a mano. Amiga llevaba una mochila de viajera, inmensa, pesadísima, era una torre de mochila... más dos mochilas pequeñas que cada uno de sus dos niños cargaba a sus espaldas. Hasta ahí lo esperable. Llevábamos lo que sabíamos podíamos cargar, pero faltaba un detalle. Teníamos 6 días por delante y debíamos comprar los víveres de esos días (sabiendo que nos instalaríamos a una isla, sin movilidad propia ni almacén abastecido en un radio de 10 cuadras).
"En Tigre hacemos las compras..." "Sí, claro..."
Y eso hicimos. Bajamos del tren y apuntamos hacia el supermercado. Carne, fruta, verdura, leches, pan y mientras nos debatíamos entre el Nesquik y el Toddy, yo empecé a darme cuenta: "no vamos a poder. ¿Cómo vamos a hacer con todas estas bolsas?"
En mi vida cargué un peso tan pesado, tuve ese registro. Lo pensé en el momento y me apunté mentalmente la frase para escribirla en este texto.
No, no crean que exagero. Un equeco es poco. Les repito: una valija, un bolso de mano, una cartera y 3 bolsas grandes y pesadas de supermercado... No sé qué más cargaba mi amiga, ni sé siquiera cómo hice con mis hijas. Ah, sí, les dije: "agárrenme la remera, no me suelten". El único pensamiento que me sostenía en pie era: "fuerza, hacé fuerza..."
¿Obviamente cómo lo resolvimos? Para cruzar la calle nos dio una mano un hombre. Para bajar del muelle a la lancha colectivo, un joven apuesto...
El problema sería cuando llegáramos al muelle de nuestro canal, ya eran las 7 y tanto de la tarde, estaba oscureciendo; sabía no era un camino iluminado, menos concurrido. Teníamos 800 metros por delante de un camino sinuoso, de tierra, con pozos, desniveles varios y raíces gruesas de árboles.
A dios gracias, a la par nuestro, bajaron 3 adolescentes, una joven y 2 chicos. Por supuesto hubo que pedirles a los chicos que por favor nos ayudaran (a ninguno le brotó hacerlo).
El caso es que pudimos avanzar 100 metros... Y en eso: está inundado.
Por más que siguiera cortándome la circulación de la sangre, por más que levantara 20 veces las bananas que se me caían al piso, el río había crecido y para llegar a la casa, debíamos hundirnos por lo menos medio metro... (La hija menor de mi amiga no llega al metro).
Tigre nos empujó al no-pensamiento, al hacer espontáneo. "Una lancha... Allá, dale, hagamos dedo..." Y me mandé sobre un muelle agitando los brazos cual técnico de pista guiando el aterrizaje de un vuelo. "Por favor, necesitamos llegar a la casa, está a unos 700 metros de acá..." Y mientras amiga discutía con la dueña del muelle que salió a darnos la lata en relación a la propiedad privada, fui cargando los 7 bultos míos más los de amiga, más niños x 4.
Y así, a los minutos, con algunas frutas menos, con un par de bolsas rotas y las manos destruidas, ¡llegamos! ¡¡¡Llegamos!!!

SEGUNDA PRUEBA: No te confíes tanto
Las anteriores veces que visité Tigre lo hice con Camilo. Dueño de casa, conocedor de las mañas del lugar, del espacio... y, además, hombre. Un hombre relativamente confiado, bueno, en lo que concierne a un terreno práctico.
Las anteriores veces jugué, pues, el rol de la inexperta, el rol de la precavida, de la que teme, de la que teme por desconocimiento.
En esta oportunidad, lo primero que noté fue que había cambiado de rol, debía cambiarlo. Era mi cuarta experiencia en la isla y mi amiga es, en este plano, más ¿temerosa? Un poco. ¿O yo seré más ingenua? El punto es que me encontré jugando desde el primer momento el rol de la que sabe, de la que calma, de la que confía: "vamos a resolverlo, vamos a poder, sí, de alguna manera".
Y me sentí cómoda, lo jugué bien. Creía estar jugándolo muy bien... "¿No hay agua? Bueeeno, no pasa nada". "¡Cómo que no pasa nada!" "Esperá, releamos el archivo con las instrucciones que me mandó Camilo... A ver, parece que hay un tanque de repuesto". "¿No hay agua potable? No te preocupes..." Y hete aquí que encontramos bidones cargados en un rincón de la casa. ¿Bañarse en río? ¿El terreno? Las alturas, ¡los bichos! Amiga tenía todas las herramientas preventivas, quien suscribe tenía una fe ciega en la circunstancia.
Y así fue hasta que escuché el llanto de Andrés (5), hijo de amiga, ¡¿qué pasó?! Su hijo se había caído del deck de la casa al terreno: ¿3 metros y medio? Sólo las madres conocemos esa angustia indescriptible, mezcla de culpa con terror, que nos toma siempre que un hijo se cae desde una altura considerable. Cuando son bebés, cualquier caída justifica una corrida a la guardia. Cuando los chicos ya tienen 5 años una ya pasó una serie de caídas previas y ya tiene todos los consejos, las advertencias, aquello a lo que prestarle atención, aquello frente a lo cual alarmarse. Lo del hijo de mi amiga no parecía grave, pero aun así, por más que el hemisferio racional nos estuviera diciendo: "él está bien", la madre, y cualquier madre en presencia de ese niño, NO se relaja (no nos relajamos). Menos si apenas un minutos después, tu hija, tu nena mayor, a la que le pediste que por favor deje en paz a Tigrecita (la gata que ya les presenté en un post anterior, muy probablemente no vacunada) grita. Y llora. ¡Llora!
-¿Qué pasó, China?
-¡El gato me rasguñó! –y te muestra el dedo sangrando.
Sí, la había rasguñado, no mordido. Pero cuando el miedo asoma, la lucidez entra en huelga. Por suerte encontramos el bendito número de teléfono de una sala de emergencias, que nos fue indicando, guiando, conteniendo. También recurrí a mi propia madre. Es la primera persona a la que llamo cuando tengo una situación de ésas. Mi madre siempre sabe.
Segunda prueba, segundo día superado.

Tigrecita (para hijas). Tuti (para Matilda).
TERCERA PRUEBA: Una berenjena
El tercer día amaneció impecable, un sol radiante y la temperatura ideal para tirarse al río, para nadar, para estar en el muelle, para conversar con amiga mientras los niños jugaban entre sí...
Y ya que estamos, ¿por qué no aprovecho y les hago el tratamiento? Hijas eran un piojo vivo, tenían una plaga de liendres y en Buenos Aires no había encontrado el hueco para hacerles la limpieza. "Aprovechemos la luz, aprovechemos el no apuro". Era una circunstancia cómoda, sin vecinos horrorizándose por lo que esta madre haría, hacía. Ah, sí, ahí estábamos, sobre la rampa, con peine fino en mano, concentrada (me concentro como pocas cuando hay que despiojar cabelleras) y en eso siento que me pica un mosquito en el pie izquierdo.
Suelo putear cuando un mosquito me clava su aguijón. Los detesto. Odios los bichos que te chupan la sangre... y probablemente por eso (era más importante la razia capilar que aquel intruso pasajero), no hice más que maldecir al aire.
En realidad, cuando el bicho volvió a la carga, me di cuenta de que no era un mosquito, sino ¿una mosca? "¡Tsch! Salí, mosca de mier..."
Cuestión que yo no hacía sino meter mano en las melenas de hijas, detectar las liendres y entre el índice y el gordo ir tirando de los pelos para quitárselas... Y así hubiera seguido, de no ser porque el peine fino se me patinó y cayó al río entre el hueco de las maderas ¡Por suerte! Oh, sí, agradezco haber dejado esa concentración y postura porque lo que me estaba picando (lo sabría más tarde) no era una mosca, sino un tábano. Y madre es muy alérgica a las picaduras de los bichos que vuelan en Tigre. Y no es que las ronchas se me pusieron fucsia como la anterior vez, sino que, eran las 5 de la tarde y en lugar de un pie, tenía una empanada, qué digo, un calzón, ¡una berenjena!
-Ine, llamá ya a esa sala de emergencias, consultemos.
-¿Está segura de que era un mosquito? (...) ¿Muy hinchado? Vénganse a Capitán y Toro.
-¿Pero estoy cerca?
-Sí, está cerca.
Les cuento la anécdota médica porque quiero desviarme. Efectivamente hice una reacción alérgica, el doctor me inyectó Decadrón, que me dolió como la gran siete, tomé Benadryl por 3 días; el pie, afiebrado, se siguió hinchando hasta que, como era de prever, a los 3 días empezó a volver a su tamaño.
Lo alucinante... ¿alucinante? Lo alucinante fue ese supuestamente breve viaje. Ni bien le dije a amiga lo que el doctor me respondió por teléfono, amiga se puso ella a agitar brazos, otra vez. Paró una lancha con una pareja y una amiga de la pareja.
-¿La pueden llevar hasta río Capitán y Toro? Es cerca, ¿no?
-Sí, claro.
¡Estábamos a mínimo media hora de lancha! Media hora de ida, media hora de vuelta. Yo creo que la pareja no supo cómo negarse.... y se los agradezco, no por el Decadrón, sino porque ese viaje en lancha por el río Capitán fue un sueño.
Fue el súmmum de la presencia. Una masa de aire que nos envolvía de frente, el sol de tarde, imponente, la velocidad de la lancha, las olas que causaban las otras lanchas (más grandes), que por momentos amenazaban no ya la estabilidad, sino la horizontalidad... "¿y si nos damos vuelta?" "No, no va a pasar nada, quedate tranquila". Ojo, no sentía miedo, sentía agradecimiento, sentía estar en las mejores coordenadas que podía estar en ese momento. Me importaba un pito el tábano. Gracias, tábano, por haberme permitido superar ese tercer día de esa manera. Gracias, piojos, por haber hecho que me instale en la rampa a aniquilarlos... y gracia, pareja de jóvenes y amiga por la gauchada de llevarme hasta esa sala... (cuando los tres sabían que quedaba LEJOS).
CUARTA PRUEBA: La peor de todas
Cuando les dije "las mil y una" fui sincera, pero saben que últimamente el resumen no es mi fuerte, no viene siéndolo.
Voy a dejar el orden cronológico y voy a resignar el desarrollo de algunos obstáculos que también pudimos sortear, para quedarme con uno solo, el peor de todos.
Voy a obviar contarles los detalles de una discusión acalorada con Camilo (vía celular) cuando me anunció por sms: "no voy hoy, sino mañana" y adujo motivos que en ese momento me parecieron ridículos (no lo eran tanto).
Voy a obviar contarles que otro mosquito o mosca me picó en el codo y se me hizo otra hinchazón considerable.
Voy a obviar contarles que el celular de mi amiga, así como el peine fino, también se cayó por la rampa al río (y que mi celular no funcionaba).
Voy a obviar contarles que finalmente el tanque de repuesto se quedó sin agua, entonces ahora sí, nos quedamos sin agua... Chiquiteces... Menudencias.
Voy a obviar todo aquello para quedarme con esta otra gran prueba.
-¿Y Andrés? ¿Andrés?
Andrés es el hijo de 5 (años) de amiga. Nos distrajimos 2 segundos reloj. ¡Ni siquiera!
-Está adentro. Tiene que estar adentro...
Mi amiga entra. En eso me doy cuenta de que Lupe tampoco estaba.
-¿Y Lupe? ¿Lupe?
Amiga sale.
-No están.
-¿Segura?
-¡Andrés! ¡Lupe!
Y cuando yo estoy por entrar
-No, adentro no están...
Entonces paneo el terreno: nadie. Salimos al camino, miramos para un lado y para el otro, nadie a la vista. NADIE. Ni Andrés ni Lupe, sí China, sí la hija menor de mi amiga.
Y en esos instantes una madre hace lo que puede. Son de los minutos más largos y desesperantes de la vida. Una sabe que lo mejor es mantener la calma, pero se ve que la acumulación de situaciones adversas hicieron lo suyo porque a amiga se le transformó la cara en segundos, se agarró la cabeza y a voz en cuello, con el volumen más alto que le permitían sus cuerdas vocales, empezó a llamar a su hijo... de-ses-pe-ra-da. Yo reaccioné de manera idéntica. Ya no era yo... estaba en-lo-que-ci-da. Nunca en mi vida sentí tan... uff... Corrí... Corrí gritando el nombre de Lupe como prometo nunca jamás volver a hacerlo. Corrí. Pedí a los gritos a dos grupos de vecinos que llamen a la policía. Llegué a pensar: "peor que lo innombrable sería perder paradero, la desaparición". Sentí el terror en mis huesos, en mis células.
Así hasta que, como suele suceder, empecé a escuchar:
-Ine, Ine, están acá.
Ahhhh. Me volvió el alma el cuerpo. Yo había corrido 200 metros en segundos. Di la media vuelta y seguí corriendo en dirección a la casa, en dirección a mi nena.
"Se habían escondido detrás de la cocina", escuché. Escuché también de voz de China: "es que no querían ir a la playita..."
Y yo solo quería abrazarla, sentirla conmigo. "Mi amor, mi amor... nunca, nunca, nunca, NUNCA más me hagas esto de esconderte... por el amor de Dios".
Y llorar. Llorar por la tensión y llorar de alegría. Mi nena, mi nena.
Mis nenas.
"Metámonos en el río", le dije a amiga. "Todos los obstáculos no son nada". Ahí sí sentí esa certeza. Todos los obstáculos no son sino juegos, pequeños desafíos a ir resolviendo con presencia, con confianza.
Disfrutemos.
Disfrutemos.
No voy a agradecer ese momento como le agradecí al tábano. Si por mí fuera, borraría de mi memoria esa sensación en el cuerpo por siempre, pero debo reconocer que esa situación fue bisagra... Todavía estoy digiriéndola. En términos objetivos no pasó mucho. Dos niños traviesos. Subjetivamente me fui lejos, a lo más, más oscuro... para sentir el olor de esa oscuridad y tomar el envión que necesitaba para volver a mi centro.
Volver a mi centro.
Agradezco también que haya llegado Camilo, sí, debo reconocer que cambiar de rol, que volver al rol de la que no sabe cuando en efecto no sé es lo más conveniente. Debo reconocer que en ciertos planos o espacios prefiero que me guíen, que me asesoren, que me acompañe alguien que sí sabe.
Volver a mi centro. Les escribo desde el muelle, son las 7 y 40 de la tarde y mientras yo redacto Camilo se las ingenia para sostener a atención de las tres nenas. Mi amiga y sus dos hijos ya se fueron ayer, los extraño.
Hoy llueve pero es un día emocionalmente despejado.
Mis vacaciones en Tigre fueron intensas. A pesar de los obstáculos o gracias a ellos pude disfrutarlas. Seis días de vacaciones con mis hijas. No tengo esos seis días en todo el año. Seis días en un espacio puro, oxigenado, natural, silencioso. Seis días de tiempos lentos, orgánicos, de juegos, de agua, de lecturas de cuento, de mirar dibujitos. De jugar a la generala con los dados, de pintar con acuarelas, de abrazarnos a la noche, los cuerpos transpirados, sucios (por la falta de agua), de darles la versión más completa de su madre... para... estar juntos...
Para compartir-nos.
Para amarnos.
Una vez más, Gracias, Tigre y gracias, Vida, por seguir enseñándome... (y me voy corriendo a la casa porque se largó la tormenta y me voy a quedar sin netbook...).
¿Alguno de todos estos obstáculos les resuena?


Una sonrisa con ganas

PD: ¡Muy buen fin de semana! Como siempre, para contactarse por privado o por taller "Un cuerpo que dicta", me encuentran en FB
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