
Una semana después de los análisis de sangre que dieron positivo tuvimos que hacer la famosa ecografía transvaginal, ecografía que, como su nombre lo indica, es justamente ahí adentro (te meten un aparatito pequeño y delgado que tiene algo así como una camarita en el extremo).
No fuimos pensando que veríamos concretamente algo, así que por poco ni siquiera me volteo a ver el monitor. "Mirá!", dijo de repente el hombre de esta casa.
Lo que apareció fue apenas un puntito, un puntito que se encendía y apagaba. Como un bichito de luz. Es como si uno jugara con el interruptor: on -off / on-off / on-off.
"Eso es el corazón", dijo el ecógrafo.
Qué flash. No había ni rastro de bebé pero teníamos ya 1 corazón más en el cuerpo. Era un comienzo alentador: al menos nuestro hijo/a no sería un desalmado/a.
Debo decir que hasta que no me embaracé yo, el mundillo prenatal y lactante me importaba bien poco. En rigor, hasta llegué a aburrirme de escuchar las anécdotas de embarazadas y madres primerizas. O sea, digamos que un poco está bien, pero tampoco la pavada, ¿no?
Ahora que la embarazada soy yo, pienso -con terror- si no me convertiré en esas mujeres que tanto me cansaban. Me preocupa pensar que podría llegar a encontrarle alguna gracia a ciertas cosas que hasta ayer nomás me resultaban absurdas. Creo que, llegado el caso, mi marido me pondría otra vez en foco. Aunque no hay que fiarse. De hecho, cuando apenas supimos del embarazo, una mañana al despedirnos le dije eh, eh, un besito también aquí (por la panza).
Ah, no, no; ¿ya empezamos con esas boludeces?, recibí como toda respuesta.
Pero después, apenas pasada la primera ecografía, fue él quien cada día habló, saludó, y despidió con un beso a...una panza (!).
Lo dicho: no hay que fiarse. La gente -incluso una- puede volverse mucho más tonta de lo que se imagina.
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