
Fui a la casa que él cuidaba. Nos sentamos a comer, yo sólo podía mirar para abajo. Estaba nerviosa y me daba mucha vergüenza plantearle las cosas.
-Siento que no te abrís...
-Es que estoy oscuro, no tiene nada que ver con vos. Vos sos divina, pero no me puedo involucrar más.
-Así no me sirve, yo te quiero.
-No puedo darte más.
(La luz estaba apagada, hablábamos en penumbras)
-Bueno, no hay mucho más qué decir... ¿Qué hago? ¿Me voy?
-¡No quiero que te vayas!
-¿Qué querés entonces?
Terminamos abrazados. Esa noche casi no dormí, me fui con una sensación tan fea... Lo quería, era el primer pibe con el que había sentido un poco de reciprocidad, pero no podía bancarme ese lugar, quería que lo acompañe, pero no me quería conocer más, sabía tan poco de mí...
Elegí el orgullo y me arrepentí tanto... Él se hacía el boludo y seguía proponiéndome planes. Yo le explicaba que así no podíamos seguir.
El último encuentro
De repente la separación se hizo inminente: no había otra opción, no había otra chance. Sólo actuar acorde a lo que, según mi juicio, era lo más conveniente. Era de noche, el frío actuaba como detonante y nos obligaba a cobijarnos en algún sitio. Caminamos con pasos restringidos y llegamos a un bar. Estaba desolado, era martes, rondaban las 10 pm.
Las palabras sobraban pero también faltaban; yo trataba -desde lo más profundo de mí- no dejarme llevar por la tentación. Necesitaba una definición; él, en cambio, no tenía nada definido, argüía que su problema era su crisis existencial, que no podía ver nada claro y que no me quería lastimar.
El intercambio no era posible, para el uno era sólo cuestión de dejarse llevar, de levitar, de dejarse amar. Para el otro era la necesidad de sentirse querido, de creer que esa historia no era el impulso desesperado de un hombre incapaz de sobrevivir a la soledad. Las cervezas acompañaban cual sedantes a las dos psiquis, pero no bastaban para que el veneno se detuviera antes de infectar la escena.
El diálogo no era entre nosotros, no éramos los que sentíamos, éramos los que pensábamos y el pensar cuando precede al sentir, engaña.
"Lo que pasa es que vos nunca estuviste de novia; yo sé cómo sigue, implica más cosas..." Prendí el cigarrillo que él había estado armando a base de filtro, tabaco y seda; fumé como si fumara. Mis ojos lo miraban rogando que el veredicto fuera diferente, pero no había otra opción, nadie iba a ceder.
Pasaron las horas, la charla no llegó a nada; mejor dicho llegó a que simplemente y desde la impunidad total le exigiera que por favor dejase de existir, un contrato de desintegración. "Estoy nervioso, estuve todo el día nervioso. Me hace mal todo esto".
Él asintió y por fin nos entendimos, él iba a dejar de existir. Miró para abajo enojado, no le gustaba la idea de dejarme ir.
"Tengo que pensar en mí, no me puedo comprometer. Vos me gustás, vos me calentás", esas frases resonaban cuál ecos en mis pensamientos y sólo podía contestar a base de violencia: "egocéntrico, egoísta, pelotudo".
Amenazó con irse, yo ya no podía esperar más de él que eso, que se fuera, que no me quisiera, que esperara sentir por mi algo que no sentía, no había filtro, no había realidad.
Prendí otro cigarrillo, él me preguntó por un fax añejo con un paquete de chocolate scanneado que me había mandado, yo no había reaccionado a eso porque no sabía cómo reaccionar ante la pared de hielo que él profesaba.
Pasó un cuarto de hora más, quizá más, él me miraba con esos ojos que no querían pelear, que querían amar. Amar sin involucrarse.
-Yo te quiero, ¡yo quiero estar con vos!
-Eso es bueno...
-¿Qué es lo bueno?
-Es bueno que me quieras.
No me pude resistir más y cedí... Nos besamos y me entregué a él de nuevo.
La moza trajo la cuenta, pagamos y nos fuimos. Caminamos de la mano, volvimos a ese "no poder despegarnos" del principio.
Se me ocurrió una idea: terminar todo a base de eso, de lo que consideraba que era lo único que nos unía, el sexo.
Corrimos ante los 6 grados que hacían en busca de un cajero. No tenía plata, él tenía 3 trabajos. Encontramos uno, pero estaba roto; el segundo funcionó.
Fuimos a un telo. El lugar era chico, triste, poco decoroso. No nos importaba. Nunca había ido a un telo, él seguía desconociendo casi todo sobre mí (o al menos algo importante: como que había sido virgen hasta los 24). Era un cuarto chico con cortinas con flores de colores (todo virado al bordo) luces rojas y azules arriba y dos espejos, uno enfrente y otro en el techo.
Él fue al baño, yo me tiré en la cama y prendí la televisión. Nos desvestimos y arrancamos. Pero ninguno de los dos estaba del todo conectado; el mareo post cerveza lo dirigió directo hacia al baño, ambos mojamos sus rulos para purificarlo. Pensé en esa vez en que él me cocinó y terminé en esa casa, en Olivos vomitando su baño.
Me frustré y me reí, era una lástima que eso terminara.
De fondo, había una película porno ambientada en un paisaje verde selva. Él la miró y me dijo: "te quedaría bien el pelo corto".
Siempre volvíamos a lo mismo, nuestras pieles se sentían atraídas y sufrían una necesidad inagotable que no lograba saciarse. En esos nuevos intentos todas las energías y también palabras se fundían en la profundidad de los cuerpos. Pasaron las horas entre movimientos, mimos y un silencioso despido. Al menos eso intentaba yo con ese último encuentro.
Además de una habitación con el número 7 (casualidad para él), en el televisor apareció en el medio de la noche un personaje olvidado, un tal Andrés (casualidad para mí, quizá el único pibe que podía hacerle sombra). Mi cabeza se rió de la nueva señal. El destino ya no nos unía. O al menos, él con su crisis existencial le había puesto fin al magnetismo. Me encontré un condón, se lo tiré y le dije: "tomá para tu próxima minita". Él no respondió. Sonó el teléfono, el tiempo había terminado.
Pero no nos podíamos detener: seguimos exprimiéndonos, poseyéndonos... con violencia, con ternura, con toda la energía de las palabras acumuladas, de la resignación.
Resignados terminamos los dos, resignados nos vestimos, pagamos los condones extras que él pidió por teléfono y yo levanté de la puerta.
Salimos exhaustos, lo cual profundizó aún más las distancias. Él, desde su costado femenino, buscaba irrevocablemente novelar su vida: "Al principio me conectaba y esperaba desesperado que me llegara un mail tuyo, ahora no me pasa".
Caminamos hasta un kiosco en donde una Coca Cola nos ayudó a recobrar el aliento.
Como tantos otros finales que había vivido lo minimicé, escondí en el fondo de mis entrañas todo lo demás. Llegamos a la esquina, él no cruzó.
En esa esquina le dije: "Chau". Nos besamos sin besarnos, rozamos nuestros labios el tiempo suficiente para que esa energía molecular que desprendían nuestros cuerpos no se desatara. En ese momento tomé otra decisión: no di la vuelta. Crucé con mi capucha negra y miré al frente hasta encontrar mi hogar. Eran las 5 de la mañana.
Él esperó el 15 con sus guantes, su gorra y la Coca Cola de 600 en sus manos.
Hubo una conversación que logró resumir el encuentro:
-Cuando estamos juntos todo tiene sentido...
-Tendríamos que estar todo el día juntos, porqué a mí me pasa lo mismo...
En esta nota: