En este último viaje descubrí un nuevo miedo de madre. El miedo a los perros, a los perros sueltos.
A ver, vamos a recrear la escena. Era de tarde, ya habíamos almorzado, "¿qué hacemos?" El día previo habíamos subido a la cascadita, mi escenario serrano predilecto, ahora nos tocaba bajar al pueblo. En casa de padre no hay muchas opciones, hay un camino de tierra que trepa la montaña y otro, mitad de tierra, mitad de cemento, que baja y te conduce hasta la plaza.
El caso es que les propuse a hijas emprender la bajada, sólo para cambiar la rutina.
Y ahí íbamos las tres, sobre-abrigadas (ellas quejosas) por culpa de una lluvia tempranera y un solazo que nos había tomado por sorpresa. Debo confesar, además, el paseo carecía de todo atractivo. Ya habíamos llegado a la calle de cemento, no había más que casas a nuestro alrededor y nosotras, dejándonos arrastrar por la ley de gravedad, cuesto abajo.
Y en eso: 2 perros sueltos. Uno bien callejero, sufrido, de pelaje negro, el otro parecía una mezcla entre un callejero y un dogo argentino. Ay, mamita.
En esos segundos recordé que cuando, hace unos años atrás, venía de visita a lo de padre, solía hacer ese trayecto con una rama sólida en mano. Cada tanto aparecía un perro toreándote, y una debía estar preparada. Sólo para ahuyentarlo con el gesto.
Fueron segundos de pánico. Pensé: "¿Cómo mi padre no me advirtió de los perros sueltos?" No tenía rama ni palo ni nada, sólo mis 2 niñas quejándose, sin ánimo de hacerme caso. Pese a todo, me mantuve fría, las agarré de los brazos, me puse entre ellas y los pichichos... que a todo esto ya se habían acercado, unos metros.
Como nunca, me sentí una leona en la selva.
Y así permanecí, alerta, durante los primeros 2 minutos hasta que me fui dando cuenta de que los perros venían en son de paz, fiuuuu... eran perros mansos.
Y tan mansos que el más grande, el mezcla entre perro callejero y dogo, blanco con un par de manchas negras, terminó acompañándonos hasta el final de nuestro destino. Y se ganó un apodo: Mancha. Mis apodos no son muy originales.
Después me tocaría escuchar a mi padre: "¡Si yo hubiera sabido de perros que atacan, María Inés, te lo habría dicho!"
Y sí, tenía lógica. Ningún padre manda a su hija y nietas al matadero. Aun así, no creo que el mío fuera un miedo delirante, o un miedo a superar, ahora que está tan de moda desprestigiar al miedo y culparlo de todos los males. "¡El miedo puede salvarte la vida!", decía Ricardo, un viejo profesor de yoga. La mirada retrospectiva o la experiencia podrían hacer que re-cree la escena y diga: "ay, pero qué exageraaaaadaaa... si esos perros eran más buenos que Lassie."
Ojo, aclaro: soy bichera. Pasé por 1, 2, 3, 4, 5 perros en mi vida. Quiero decir, conviví con ellos, llegué a dormir con una beagle (Panchita), vi parir a Carolina y cuidé a sus crías durante varias noches para que sobrevivieran.
Pero cuando se me aparece un perro (grande) suelto y sin referencias... y encima estoy con mis hijas, ah, no, se los regalo (y no se lo deseo a ninguna madre).
¿Qué piensan? ¿Cómo se manejan con sus hijos y los perros extraños y sueltos?
DETALLE: Ah, sí. Cuando me releí, caí en la cuenta de que no mencioné un detalle de mi infancia y adolescencia: me mordieron 2 perros. Un perro salchicha antipático y un perro policía sanisidrense, que salió de su casa cuando su dueño entraba con su 4x4. Yo justo pasaba caminando. ¿Pueden creer que me mordió, yo grité, el perro volvió a entrar y el dueño nunca salió a hacerse cargo?
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