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Regalar




El sábado pensé: "quiero estar con ellas aunque no pueda hacerlo".
Hijas se habían ido el viernes de casa, tras una situación molesta (de diferencias de grandes).
Y no es que me hubiera quedado con culpa, o sí, sino con ganas de abrazarlas.
En esos momentos corroboro que no hay nada, nada que me importe tanto como que mis hijas estén en paz y se sientan amadas.
Si el mundo se cayera a pedazos y aun así, ellas estuvieran en paz y se sintieran amadas, yo estaría tranquila.
Bueno, sí, difícil que ellas estén así si el mundo... Es una hipótesis ridícula.
El caso es que quería abrazar a mis hijas, estar con ellas (a la distancia).
¿Qué podía hacer?
¿Cómo uno puede dar algo a alguien que está ausente?
Y ahí entendí el valor, el sentido de algo, de un movimiento que al estar tan impuesto a partir de fechas, desde el afuera, muchas veces termina desdibujándose.
El regalo. Un regalo.
¿Qué regalo podía hacerles?
Regalar no es sólo el acto de dar un objeto (o lo que fuere), ya lo sabemos. Es el acto de estar pensando en alguien, de preguntarse: ¿qué le gustaría recibir a ese alguien? ¿Cómo podría ponerlo contento? ¿Cómo podría robarle una sonrisa? Regalar es querer complacer el deseo de un tercero.
Lo primero que se me ocurrió fue: la casa.
Tener la casa impecable.
No hay como volver a tu casa y que esté ordenada, limpia, con unas flores en un florero.
Mis hijas valoran muchísimo esos detalles.
Que su casa exude belleza.
Fui hasta el puesto de flores y compré sahumerios. Dejé las flores para comprar el domingo.
Volví, prendí el sahumerio, lo enganché a un agujerito del rayador, por no tener dónde ponerlo... Y empecé la puesta de orden.
Barrí. Quité todas los objetos que sobraban de debajo de la cama.
Llené el balde con producto, un chorrito de lavandina y metí el trapo dentro. Lo escurrí. Limpié todo el piso.
Fui juntando objetos y prendas sueltas, doblándolas.
No fue la gran limpieza porque tenía un compromiso esperándome, pero fue una limpieza suficiente.
Lo segundo que pensé fue "Anna y Elsa". Las muñecas de Frozen, que mis hijas me viven pidiendo. Las venden en la calle, en puestos callejeros (no son las originales) y están a un valor relativamente decente.
Me gustó imaginármelas entrando a casa, sintiendo el perfume del sahumerio, sonriendo frente a las flores, exclamando algo en relación a ellas... y finalmente, zas, las muñecas.
Más que un regalo, un regalo sorpresa.
Estoy en días de economía apretada, pero me gusta apostar por esas pequeñas irracionalidades. Y olvidarme de los valores objetivos. Al diablo con éstos.
Debo confesar que al momento de escribir este texto todavía no he comprado ni las flores ni las muñecas. Me agarraron justo en medio del proceso.
O mejor dicho, he elegido escribir el texto por la mañana, para ganar tiempo.
Ganar tiempo para cumplir con un compromiso personal y lectura de textos, y ganar tiempo para terminar mi agasajo.
Lo sé, no estoy confiándoles una gran idea, un plan maestro, no. No sé siquiera si mi acción tiene mérito (¿qué padre no disfruta pensando y preparando un regalo para sus críos?).
No tendrá mérito, pero es un buen ejercicio... Y siempre que uno le pone el cuerpo, recuerda algo que no sé si parecía tan obvio:
El que está dando disfruta tanto o más que el receptor del regalo.
Ah, sí, quizás sea egoísta el planteo.
Pero bienvenido el egoísmo o cualquier acto que disfruta o se contenta con el contento ajeno.
¡Y gracias, hijas, por inspirármelo!
¿Cuál fue el último regalo espontáneo que hicieron? ¿A quién? ¿Cuál fue el último que recibieron?
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