Marruecos no es una tierra cualquiera, sino un reino cuya historia comienza en tiempos remotos y se enlaza con quiméricas leyendas. Antes del Descubrimiento de América era el país extremo de Occidente, de allí su denominación en árabe Al Magreb Al Aqsa (extremo poniente).
Entré en Marruecos por su urbe más grande y populosa, Casablanca, aquella que arrastra las románticas escenas del film de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en el mítico aunque inexistente Rick s Bar, sólo maquillado en los estudios de Hollywood con bien lograda ambientación de tierra exótica .
Sin embargo, el auténtico atractivo histórico y cultural del país hay que buscarlo en sus cuatro ciudades imperiales: Rabat, Meknés, Fez y Marrakech.
Rabat, la capital, es limpia, elegante, apacible, generosa para la visita turística. Meknés alcanzó su esplendor durante Moulay Ismail, de la dinastía Alaouita, y es famosa por sus decoradas puertas (Bab) o pórticos, como Bab El Mansour (1732), Bab El Khemis (siglo XVII), Bab Berdaine y Bab El Hedim.
Fez, fundada por Moulay Idris II (siglo IX) como Medinet Fes, es la decana de las ciudades imperiales. Su medina conforma un intrincado y sinuoso complejo laberíntico de pasadizos y callejuelas que encubren un apabullante submundo de actividades. Al dejar Fez uno despide una ciudad que por dentro atormenta, pero en el recuerdo, hipnotiza.
Marrakech, erigida en medio de un oasis en 1062 por Youssef Ben Tachfin, es un sitio cautivante y su gran explanada o plaza Djemaa El Fna resume con su magia y delirio la esencia del lugar. Cada metro cuadrado alberga un espectáculo distinto, así como cada período del día propone una imagen diferente, pero siempre su multifacética caricatura excita y se hace dueña de nuestros sentidos.
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