
No importa lo poco que hayas dormido en el vuelo, la excitación de llegar a una ciudad nueva y con toda una semana por delante te mantiene más despierta que 200 litros de café. Mi amigo Rafa me había dejado las llaves de su departamento abajo en la portería (que es más bien como el check-in de un hotel). Además había dejado algunas cosas como para desayunar pero las pasamos de largo y salimos a caminar. Cata quería "tirarse un ratito" pero la "tiré" de los pelos y la saqué a la calle. ¿Una semana en New York y la mina quiere dormir siesta? No era el día más lindo pero ni loca me quedaba encerrada. Apenas apilamos las valijas en un ronconcito del living, nos pusimos las zapatillas y salimos.
Por suerte traje la laptop, en esta ciudad no hay un solo locutorio, y si los hay, este fin de semana no los encontré. Estamos en un piso alto, Rafa no llega hasta el miércoles y afuera nos espera New York con una lista de dos millones de cosas para hacer (y comprar). El sábado le mandé un mensaje de texto a Jordi para avisarle que habíamos llegado bien y otro a mamá y a papá. El domingo dimos vueltas por todos lados, desayunamos en un Starbucks de acá a la vuelta y pasamos todo el día en el Soho. Yo me pierdo con las calles y las estaciones de subte y el norte, sur, este, oeste. Vale aclarar que fui la que insistió con que traer un mapa era al pedo. "Conozco Manhattan como la palma de mi mano" fue un poco exagerado de mi parte. Cata se hartó, agarró uno de un stand y ahora despliega una sábana enorme en cada esquina y me muero de la vergüenza. Lejos de parecer Carrie y sus amigas somos dos turistas japonesas. Un papelón.
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